1. En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo
la gracia de la Encarnación, después de haber inundado
a María, lleva salvación y alegría a la casa de
Isabel. El Salvador de los hombres, oculto en el seno de su Madre, derrama
el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo
de su venida al mundo.
El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea,
usa el verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento.
Considerando que este verbo se usa en los evangelios para indicar la
resurrección de Jesús (cf. Mc 8,31; 9,9.31; Lc 24,7.46)
o acciones materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5,27-28;
15,18.20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere
subrayar el impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración
del Espíritu Santo, a dar al mundo el Salvador.
2. El texto evangélico refiere, además, que María
realiza el viaje «con prontitud» (Lc 1,39). También
la expresión «a la región montañosa»
(Lc 1,39), en el contexto lucano, es mucho más que una simple
indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero
de la buena nueva descrito en el libro de Isaías: «¡Qué
hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la
paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice
a Sión: "Ya reina tu Dios"!» (Is 52,7).
Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de
este texto profético en la predicación del Evangelio (cf.
Rom 10,15), así también san Lucas parece invitar a ver
en María a la primera evangelista, que difunde la buena nueva,
comenzando los viajes misioneros del Hijo divino.
La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente
significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero
de Jesús (cf. Lc 9,51).
En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio
de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo
de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el
modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz
y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de
todos los tiempos.
3. El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento
salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la
simpatía familiar. Mientras la turbación por la incredulidad
parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe
con la alegría de su fe pronta y disponible: «Entró
en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,40).
San Lucas refiere que «cuando oyó Isabel el saludo de María,
saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1,41). El
saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo:
la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre,
transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo
Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.
Ante el saludo de María, también Isabel sintió
la alegría mesiánica y «quedó llena de Espíritu
Santo; y exclamando con gran voz, dijo: "Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu seno"» (Lc 1,41-42).
En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza
de María que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron
en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto
de su seno, Jesús, el Mesías.
4. La exclamación de Isabel «con gran voz» manifiesta
un verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría
sigue haciendo resonar en los labios de los creyentes, como cántico
de alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en
la Madre de su Hijo.
Isabel, proclamándola «bendita entre las mujeres»,
indica la razón de la bienaventuranza de María en su fe:
«¡Feliz la que ha creído que se cumplirían
las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc
1,45). La grandeza y la alegría de María tienen origen
en el hecho de que ella es la que cree.
Ante la excelencia de María, Isabel comprende también
qué honor constituye para ella su visita: «¿De dónde
a mí que la madre de mi Señor venga a mí?»
(Lc 1,43). Con la expresión «mi Señor», Isabel
reconoce la dignidad real, más aún, mesiánica,
del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta expresión
se usaba para dirigirse al rey (cf. 1 R 1, 13, 20, 21, etc.) y hablar
del rey-mesías (Sal 110,1). El ángel había dicho
de Jesús: «El Señor Dios le dará el trono
de David, su padre» (Lc 1,32). Isabel, «llena de Espíritu
Santo», tiene la misma intuición. Más tarde, la
glorificación pascual de Cristo revelará en qué
sentido hay que entender este título, es decir, en un sentido
trascendente (cf. Jn 20,28; Hch 2,34-36).
Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita
a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la
vida de cada creyente.
En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el
Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de
Isabel expresan bien este papel de mediadora: «Porque, apenas
llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de
gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44). La intervención
de María, junto con el don del Espíritu Santo, produce
como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación
que, habiendo empezado con la Encarnación, está destinada
a manifestarse en toda la obra de la salvación divina.