1. En la narración del nacimiento de Jesús, el evangelista
Lucas refiere algunos datos que ayudan a comprender mejor el significado
de ese acontecimiento.
Ante todo, recuerda el censo ordenado por César Augusto, que
obliga a José, «de la casa y familia de David», y
a María, su esposa, a dirigirse «a la ciudad de David,
que se llama Belén» (Lc 2,4).
Al informarnos acerca de las circunstancias en que se realizan el viaje
y el parto, el evangelista nos presenta una situación de austeridad
y de pobreza, que permite vislumbrar algunas características
fundamentales del reino mesiánico: un reino sin honores ni poderes
terrenos, que pertenece a Aquel que, en su vida pública, dirá
de sí mismo: «El Hijo del hombre no tiene dónde
reclinar la cabeza» (Lc 9,58).
2. El relato de san Lucas presenta algunas anotaciones, aparentemente
poco importantes, con el fin de estimular al lector a una mayor comprensión
del misterio de la Navidad y de los sentimientos de la Virgen al engendrar
al Hijo de Dios.
La descripción del acontecimiento del parto, narrado de forma
sencilla, presenta a María participando intensamente en lo que
se realiza en ella: «Dio a luz a su hijo primogénito, lo
envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre»
(Lc 2,7). La acción de la Virgen es el resultado de su plena
disponibilidad a cooperar en el plan de Dios, manifestada ya en la Anunciación
con su «Hágase en mi según tu voluntad» (Lc
1,38).
María vive la experiencia del parto en una situación de
suma pobreza: no puede dar al Hijo de Dios ni siquiera lo que suelen
ofrecer las madres a un recién nacido; por el contrario, debe
acostarlo «en un pesebre», una cuna improvisada que contrasta
con la dignidad del «Hijo del Altísimo».
3. El evangelio explica que «no había sitio para ellos
en el alojamiento» (Lc 2,7). Se trata de una afirmación
que, recordando el texto del prólogo de san Juan: «Los
suyos no lo recibieron» (Jn 1,11), casi anticipa los numerosos
rechazos que Jesús sufrirá en su vida terrena. La expresión
«para ellos» indica un rechazo tanto para el Hijo como para
su Madre, y muestra que María ya estaba asociada al destino de
sufrimiento de su Hijo y era partícipe de su misión redentora.
Jesús, rechazado por los «suyos», es acogido por
los pastores, hombres rudos y no muy bien considerados, pero elegidos
por Dios para ser los primeros destinatarios de la buena nueva del nacimiento
del Salvador. El mensaje que el ángel les dirige es una invitación
a la alegría: «Os anuncio una gran alegría, que
lo será para todo el pueblo» (Lc 2,10), acompañada
por una exhortación a vencer todo miedo: «No temáis».
En efecto, la noticia del nacimiento de Jesús representa para
ellos, como para María en el momento de la Anunciación,
el gran signo de la benevolencia divina hacia los hombres. En el divino
Redentor, contemplado en la pobreza de la cueva de Belén, se
puede descubrir una invitación a acercarse con confianza a Aquel
que es la esperanza de la humanidad.
El cántico de los ángeles: «Gloria a Dios en las
alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace»,
que se puede traducir también por «los hombres de la benevolencia»
(Lc 2,14), revela a los pastores lo que María había expresado
en su Magníficat: el nacimiento de Jesús es el signo del
amor misericordioso de Dios, que se manifiesta especialmente hacia los
humildes y los pobres.
4. A la invitación del ángel los pastores responden con
entusiasmo y prontitud: «Vayamos, pues, hasta Belén y veamos
lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado» (Lc 2,15).
Su búsqueda tiene éxito: «Encontraron a María
y a José, y al niño» (Lc 2,16). Como nos recuerda
el Concilio, «la Madre de Dios muestra con alegría a los
pastores (...) a su Hijo primogénito» (Lumen gentium, 57).
Es el acontecimiento decisivo para su vida.
El deseo espontáneo de los pastores de referir «lo que
les habían dicho acerca de aquel niño» (Lc 2,17),
después de la admirable experiencia del encuentro con la Madre
y su Hijo, sugiere a los evangelizadores de todos los tiempos la importancia,
más aún, la necesidad de una profunda relación
espiritual con María, que permita conocer mejor a Jesús
y convertirse en heraldos jubilosos de su Evangelio de salvación.
Frente a estos acontecimientos extraordinarios, san Lucas nos dice que
María «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su
corazón» (Lc 2,19). Mientras los pastores pasan del miedo
a la admiración y a la alabanza, la Virgen, gracias a su fe,
mantiene vivo el recuerdo de los acontecimientos relativos a su Hijo
y los profundiza con el método de la meditación en su
corazón, o sea, en el núcleo más íntimo
de su persona. De ese modo, ella sugiere a otra madre, la Iglesia, que
privilegie el don y el compromiso de la contemplación y de la
reflexión teológica, para poder acoger el misterio de
la salvación, comprenderlo más y anunciarlo con mayor
impulso a los hombres de todos los tiempos.