1. Las palabras del anciano Simeón, anunciando a María
su participación en la misión salvífica del Mesías,
ponen de manifiesto el papel de la mujer en el misterio de la redención.
En efecto, María no es sólo una persona individual; también
es la «hija de Sión», la mujer nueva que, al lado
del Redentor, comparte su pasión y engendra en el Espíritu
a los hijos de Dios. Esa realidad se expresa mediante la imagen popular
de las «siete espadas» que atraviesan el corazón
de María. Esa representación pone de relieve el profundo
vínculo que existe entre la madre, que se identifica con la hija
de Sión y con la Iglesia, y el destino de dolor del Verbo encarnado.
Al entregar a su Hijo, recibido poco antes de Dios, para consagrarlo
a su misión de salvación, María se entrega también
a sí misma a esa misión. Se trata de un gesto de participación
interior, que no es sólo fruto del natural afecto materno, sino
que sobre todo expresa el consentimiento de la mujer nueva a la obra
redentora de Cristo.
2. En su intervención, Simeón señala la finalidad
del sacrificio de Jesús y del sufrimiento de María: se
harán «a fin de que queden al descubierto las intenciones
de muchos corazones» (Lc 2,35).
Jesús, «signo de contradicción» (Lc 2,34),
que implica a su madre en su sufrimiento, llevará a los hombres
a tomar posición con respecto a él, invitándolos
a una decisión fundamental. En efecto, «está puesto
para caída y elevación de muchos en Israel» (Lc
2,34).
Así pues, María está unida a su Hijo divino en
la «contradicción», con vistas a la obra de la salvación.
Ciertamente, existe el peligro de caída para quien no acoge a
Cristo, pero un efecto maravilloso de la redención es la elevación
de muchos. Este mero anuncio enciende gran esperanza en los corazones
a los que ya testimonia el fruto del sacrificio.
Al poner bajo la mirada de la Virgen estas perspectivas de la salvación
antes de la ofrenda ritual, Simeón parece sugerir a María
que realice ese gesto para contribuir al rescate de la humanidad. De
hecho, no habla con José ni de José: sus palabras se dirigen
a María, a quien asocia al destino de su Hijo.
3. La prioridad cronológica del gesto de María no oscurece
el primado de Jesús. El concilio Vaticano II, al definir el papel
de María en la economía de la salvación, recuerda
que ella «se entregó totalmente a sí misma (...)
a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia
de él, se puso (...) al servicio del misterio de la redención»
(Lumen gentium, 56).
En la presentación de Jesús en el templo, María
se pone al servicio del misterio de la Redención con Cristo y
en dependencia de él: en efecto, Jesús, el protagonista
de la salvación, es quien debe ser rescatado mediante la ofrenda
ritual. María está unida al sacrificio de su Hijo por
la espada que le atravesará el alma.
El primado de Cristo no anula, sino que sostiene y exige el papel propio
e insustituible de la mujer. Implicando a su madre en su sacrificio,
Cristo quiere revelar las profundas raíces humanas del mismo
y mostrar una anticipación del ofrecimiento sacerdotal de la
cruz.
La intención divina de solicitar la cooperación específica
de la mujer en la obra redentora se manifiesta en el hecho de que la
profecía de Simeón se dirige sólo a María,
a pesar de que también José participa en el rito de la
ofrenda.
4. La conclusión del episodio de la presentación de Jesús
en el templo parece confirmar el significado y el valor de la presencia
femenina en la economía de la salvación. El encuentro
con una mujer, Ana, concluye esos momentos singulares, en los que el
Antiguo Testamento casi se entrega al Nuevo.
Al igual que Simeón, esta mujer no es una persona socialmente
importante en el pueblo elegido, pero su vida parece poseer gran valor
a los ojos de Dios. San Lucas la llama «profetisa», probablemente
porque era consultada por muchos a causa de su don de discernimiento
y por la vida santa que llevaba bajo la inspiración del Espíritu
del Señor.
Ana era de edad avanzada, pues tenía ochenta y cuatro años
y era viuda desde hacía mucho tiempo. Consagrada totalmente a
Dios, «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día
en ayunos y oraciones» (Lc 2,37). Por eso, representa a todos
los que, habiendo vivido intensamente la espera del Mesías, son
capaces de acoger el cumplimiento de la Promesa con gran júbilo.
El evangelista refiere que, «como se presentase en aquella misma
hora, alababa a Dios» (Lc 2,38).
Viviendo de forma habitual en el templo, pudo, tal vez con mayor facilidad
que Simeón, encontrar a Jesús en el ocaso de una existencia
dedicada al Señor y enriquecida por la escucha de la Palabra
y por la oración.
En el alba de la Redención, podemos ver en la profetisa Ana a
todas las mujeres que, con la santidad de su vida y con su actitud de
oración, están dispuestas a acoger la presencia de Cristo
y a alabar diariamente a Dios por las maravillas que realiza su eterna
misericordia.
5. Simeón y Ana, escogidos para el encuentro con el Niño,
viven intensamente ese don divino, comparten con María y José
la alegría de la presencia de Jesús y la difunden en su
ambiente. De forma especial, Ana demuestra un celo magnífico
al hablar de Jesús, testimoniando así su fe sencilla y
generosa, una fe que prepara a otros a acoger al Mesías en su
vida.
La expresión de Lucas: «Hablaba del niño a todos
los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc
2,38), parece acreditarla como símbolo de las mujeres que, dedicándose
a la difusión del Evangelio, suscitan y alimentan esperanzas
de salvación.