1. Como última página de los relatos de la infancia,
antes del comienzo de la predicación de Juan el Bautista, el
evangelista Lucas pone el episodio de la peregrinación de Jesús
adolescente al templo de Jerusalén. Se trata de una circunstancia
singular, que arroja luz sobre los largos años de la vida oculta
de Nazaret.
En esa ocasión Jesús revela, con su fuerte personalidad,
la conciencia de su misión, confiriendo a este segundo «ingreso»
en la «casa del Padre» el significado de una entrega completa
a Dios, que ya había caracterizado su presentación en
el templo.
Este pasaje da la impresión de que contradice la anotación
de Lucas, que presenta a Jesús sumiso a José y a María
(cf. Lc 2,51). Pero, si se mira bien, Jesús parece aquí
ponerse en una consciente y casi voluntaria antítesis con su
condición normal de hijo, manifestando repentinamente una firme
separación de María y José. Afirma que asume como
norma de su comportamiento sólo su pertenencia al Padre, y no
los vínculos familiares terrenos.
2. A través de este episodio, Jesús prepara a su madre
para el misterio de la Redención. María, al igual que
José, vive en esos tres dramáticos días, en que
su Hijo se separa de ellos para permanecer en el templo, la anticipación
del triduo de su pasión, muerte y resurrección.
Al dejar partir a su madre y a José hacia Galilea, sin avisarles
de su intención de permanecer en Jerusalén, Jesús
los introduce en el misterio del sufrimiento que lleva a la alegría,
anticipando lo que realizaría más tarde con los discípulos
mediante el anuncio de su Pascua.
Según el relato de Lucas, en el viaje de regreso a Nazaret, María
y José, después de una jornada de viaje, preocupado y
angustiado por el niño Jesús, lo buscan inútilmente
entre sus parientes y conocidos. Vuelven a Jerusalén y, al encontrarlo
en el templo, quedan asombrados porque lo ven «sentado en medio
de los doctores, escuchándoles y preguntándoles»
(Lc 2,46). Su conducta es muy diversa de la acostumbrada. Y seguramente
el hecho de encontrarlo al tercer día revela a sus padres otro
aspecto relativo a su persona y a su misión.
Jesús asume el papel de maestro, como hará más
tarde en la vida pública, pronunciando palabras que despiertan
admiración: «Todos los que lo oían estaban estupefactos
por su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2,47). Manifestando
una sabiduría que asombra a los oyentes, comienza a practicar
el arte del diálogo, que será una característica
de su misión salvífica.
Su madre le pregunta: «Hijo, ¿por qué nos has hecho
esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando»
(Lc 2,48). Se podría descubrir aquí el eco de los «porqués»
de tantas madres ante los sufrimientos que les causan sus hijos, así
como los interrogantes que surgen en el corazón de todo hombre
en los momentos de prueba.
3. La respuesta de Jesús, en forma de pregunta, es densa de significado:
«Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais
que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).
Con esa expresión, Jesús revela a María y a José,
de modo inesperado e imprevisto, el misterio de su Persona, invitándolos
a superar las apariencias y abriéndoles perspectivas nuevas sobre
su futuro.
En la respuesta a su madre angustiada, el Hijo revela enseguida el motivo
de su comportamiento. María había dicho: «Tu padre»,
designando a José; Jesús responde: «Mi Padre»,
refiriéndose al Padre celestial.
Jesús, al aludir a su ascendencia divina, más que afirmar
que el templo, casa de su Padre, es el «lugar» natural de
su presencia, lo que quiere dejar claro es que él debe ocuparse
de todo lo que atañe al Padre y a su designio. Desea reafirmar
que sólo la voluntad del Padre es para él norma que vincula
su obediencia.
El texto evangélico subraya esa referencia a la entrega total
al proyecto de Dios mediante la expresión verbal «debía»,
que volverá a aparecer en el anuncio de la Pasión (cf.
Mc 8,31).
Así pues, a sus padres se les pide que le permitan cumplir su
misión donde lo lleve la voluntad del Padre celestial.
4. El evangelista comenta: «Pero ellos no comprendieron la respuesta
que les dio» (Lc 2,50).
María y José no entienden el contenido de su respuesta,
ni el modo, que parece un rechazo, como reacciona a su preocupación
de padres. Con esta actitud, Jesús quiere revelar los aspectos
misteriosos de su intimidad con el Padre, aspectos que María
intuye, pero sin saberlos relacionar con la prueba que estaba atravesando.
Las palabras de Lucas nos permiten conocer cómo vivió
María en lo más profundo de su alma este episodio realmente
singular: «Conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón»
(Lc 2,51). La madre de Jesús vincula los acontecimientos al misterio
de su Hijo, tal como se le reveló en la Anunciación, y
ahonda en ellos en el silencio de la contemplación, ofreciendo
su colaboración con el espíritu de un renovado «fiat».
Así comienza el primer eslabón de una cadena de acontecimientos
que llevará a María a superar progresivamente el papel
natural que le correspondía por su maternidad, para ponerse al
servicio de la misión de su Hijo divino.
En el templo de Jerusalén, en este preludio de su misión
salvífica, Jesús asocia a su Madre a sí; ya no
será solamente la madre que lo engendró, sino la Mujer
que, con su obediencia al plan del Padre, podrá colaborar en
el misterio de la Redención.
De este modo, María, conservando en su corazón un evento
tan rico de significado, llega a una nueva dimensión de su cooperación
en la salvación.
Así comienza el primer eslabón de una cadena de acontecimientos
que llevará a María a superar progresivamente el papel
natural que le correspondía por su maternidad, para ponerse al
servicio de la misión de su Hijo divino.
En el templo de Jerusalén, en este preludio de su misión
salvífica, Jesús asocia a su Madre a sí; ya no
será solamente la madre que lo engendró, sino la Mujer
que, con su obediencia al plan del Padre, podrá colaborar en
el misterio de la Redención.
De este modo, María, conservando en su corazón un evento
tan rico de significado, llega a una nueva dimensión de su cooperación
en la salvación.