1. La Iglesia ha considerado constantemente la virginidad de María
una verdad de fe, acogiendo y profundizando el testimonio de los evangelios
de san Lucas, san Marcos y, probablemente, también san Juan.
En el episodio de la Anunciación, el evangelista san Lucas llama
a María «virgen», refiriendo tanto su intención
de perseverar en la virginidad como el designio divino, que concilia
ese propósito con su maternidad prodigiosa. La afirmación
de la concepción virginal, debida a la acción del Espíritu
Santo, excluye cualquier hipótesis de partenogénesis natural
y rechaza los intentos de explicar la narración lucana como explicitación
de un tema judío o como derivación de una leyenda mitológica
pagana.
La estructura del texto lucano (cf. Lc 1,26-38; 2,19.51), no admite
ninguna interpretación reductiva. Su coherencia no permite sostener
válidamente mutilaciones de los términos o de las expresiones
que afirman la concepción virginal por obra del Espíritu
Santo.
2. El evangelista san Mateo, narrando el anuncio del ángel a
José, afirma, al igual que san Lucas, la concepción por
obra «del Espíritu Santo» (Mt 1,20), excluyendo las
relaciones conyugales.
Además, a José se le comunica la generación virginal
de Jesús en un segundo momento: no se trata para él de
una invitación a dar su consentimiento previo a la concepción
del Hijo de María, fruto de la intervención sobrenatural
del Espíritu Santo y de la cooperación exclusiva de la
madre. Sólo se le invita a aceptar libremente su papel de esposo
de la Virgen y su misión paterna con respecto al niño.
San Mateo presenta el origen virginal de Jesús como cumplimiento
de la profecía de Isaías: «Ved que la virgen concebirá
y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel,
que traducido significa "Dios con nosotros"» (Mt 1,23;
cf. Is 7,14). De ese modo, san Mateo nos lleva a la conclusión
de que la concepción virginal fue objeto de reflexión
en la primera comunidad cristiana, que comprendió su conformidad
con el designio divino de salvación y su nexo con la identidad
de Jesús, «Dios con nosotros».
3. A diferencia de san Lucas y san Mateo, el evangelio de san Marcos
no habla de la concepción y del nacimiento de Jesús; sin
embargo, es digno de notar que san Marcos nunca menciona a José,
esposo de María. La gente de Nazaret llama a Jesús «el
hijo de María» o, en otro contexto, muchas veces «el
Hijo de Dios» (Mc 3,11; 5,7; cf. 1,1.11; 9,7; 14,61-62; 15,39).
Estos datos están en armonía con la fe en el misterio
de su generación virginal. Esta verdad, según un reciente
redescubrimiento exegético, estaría contenida explícitamente
en el versículo 13 del Prólogo del evangelio de san Juan,
que algunas voces antiguas autorizadas (por ejemplo, Ireneo y Tertuliano)
no presentan en la forma plural usual, sino en la singular: «Él,
que no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de
hombre, sino que nació de Dios». Esta traducción
en singular convertiría el Prólogo del evangelio de san
Juan en uno de los mayores testimonios de la generación virginal
de Jesús, insertada en el contexto del misterio de la Encarnación.
La afirmación paradójica de Pablo: «Al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer
(…), para que recibiéramos la filiación adoptiva»
(Ga 4,4-5), abre el camino al interrogante sobre la personalidad de
ese Hijo y, por tanto, sobre su nacimiento virginal.
Este testimonio uniforme de los evangelios confirma que la fe en la
concepción virginal de Jesús estaba enraizada firmemente
en los diversos ambientes de la Iglesia primitiva. Por eso carecen de
todo fundamento algunas interpretaciones recientes, que no consideran
la concepción virginal en sentido físico o biológico,
sino únicamente simbólico o metafórico: designaría
a Jesús como don de Dios a la humanidad. Lo mismo hay que decir
de la opinión de otros, según los cuales el relato de
la concepción virginal sería, por el contrario, un theologoumenon,
es decir, un modo de expresar una doctrina teológica, en este
caso la filiación divina de Jesús, o sería su representación
mitológica.
Como hemos visto, los evangelios contienen la afirmación explícita
de una concepción virginal de orden biológico, por obra
del Espíritu Santo, y la Iglesia ha hecho suya esta verdad ya
desde las primeras formulaciones de la fe (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, n. 496).
4. La fe expresada en los evangelios es confirmada, sin interrupciones,
en la tradición posterior. Las fórmulas de fe de los primeros
autores cristianos postulan la afirmación del nacimiento virginal:
Arístides, Justino, Ireneo y Tertuliano están de acuerdo
con san Ignacio de Antioquía, que proclama a Jesús «nacido
verdaderamente de una virgen» (Smirn. 1,2). Estos autores hablan
explícitamente de una generación virginal de Jesús
real e histórica, y de ningún modo afirman una virginidad
solamente moral o un vago don de la gracia, que se manifestó
en el nacimiento del niño.
Las definiciones solemnes de fe por parte de los concilios ecuménicos
y del Magisterio pontificio, que siguen a las primeras fórmulas
breves de fe, están en perfecta sintonía con esta verdad.
El concilio de Calcedonia (451), en su profesión de fe, redactada
esmeradamente y con contenido definido de modo infalible, afirma que
Cristo «en lo últimos días, por nosotros y por nuestra
salvación, (fue) engendrado de María Virgen, Madre de
Dios, en cuanto a la humanidad» (DS 301). Del mismo modo, el tercer
concilio de Constantinopla (681) proclama que Jesucristo «nació
del Espíritu Santo y de María Virgen, que es propiamente
y según verdad madre de Dios, según la humanidad»
(DS 555). Otros concilios ecuménicos (Constantinopolitano II,
Lateranense IV y Lugdunense II) declaran a María «siempre
virgen», subrayando su virginidad perpetua (cf. DS 423, 801 y
852). El concilio Vaticano II ha recogido esas afirmaciones, destacando
el hecho de que María, «por su fe y su obediencia, engendró
en la tierra al Hijo mismo del Padre, ciertamente sin conocer varón,
cubierta con la sombra del Espíritu Santo» (Lumen gentium,
63).
A las definiciones conciliares hay que añadir las del Magisterio
pontificio, relativas a la Inmaculada Concepción de la «santísima
Virgen María» (DS 2.803) y a la Asunción de la «Inmaculada
Madre de Dios, siempre Virgen María» (DS 3.903).
5. Aunque las definiciones del Magisterio, con excepción del
concilio de Letrán del año 649, convocado por el Papa
Martín I, no precisan el sentido del apelativo «virgen»,
se ve claramente que este término se usa en su sentido habitual:
la abstención voluntaria de los actos sexuales y la preservación
de la integridad corporal. En todo caso, la integridad física
se considera esencial para la verdad de fe de la concepción virginal
de Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 496).
La designación de María como «santa, siempre Virgen
e Inmaculada», suscita la atención sobre el vínculo
entre santidad y virginidad. María quiso una vida virginal, porque
estaba animada por el deseo de entregar todo su corazón a Dios.
La expresión que se usa en la definición de la Asunción,
«La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen», sugiere también
la conexión entre la virginidad y la maternidad de María:
dos prerrogativas unidas milagrosamente en la generación de Jesús,
verdadero Dios y verdadero hombre. Así, la virginidad de María
está íntimamente vinculada a su maternidad divina y a
su santidad perfecta.