1. El papel excepcional que María desempeña en la obra
de la salvación nos invita a profundizar en la relación
que existe entre ella y la Iglesia.
Según algunos, María no puede considerarse miembro de
la Iglesia, pues los privilegios que se le concedieron: la inmaculada
concepción, la maternidad divina y la singular cooperación
en la obra de la salvación, la sitúan en una condición
de superioridad con respecto a la comunidad de los creyentes.
Sin embargo, el concilio Vaticano II no duda en presentar a María
como miembro de la Iglesia, aunque precisa que ella lo es de modo «muy
eminente y del todo singular» (Lumen gentium, 53): María
es figura, modelo y madre de la Iglesia. A pesar de ser diversa de todos
los demás fieles, por los dones excepcionales que recibió
del Señor, la Virgen pertenece a la Iglesia y es miembro suyo
con pleno título.
2. La doctrina conciliar halla un fundamento significativo en la sagrada
Escritura. Los Hechos de los Apóstoles refieren que María
está presente desde el inicio en la comunidad primitiva (cf.
Hch 1,14), mientras comparte con los discípulos y algunas mujeres
creyentes la espera, en oración, del Espíritu Santo, que
vendrá sobre ellos.
Después de Pentecostés, la Virgen sigue viviendo en comunión
fraterna en medio de la comunidad y participa en las oraciones, en la
escucha de la enseñanza de los Apóstoles y en la «fracción
del pan», es decir, en la celebración eucarística
(cf. Hch 2,42).
Ella, que vivió en estrecha unión con Jesús en
la casa de Nazaret, vive ahora en la Iglesia en íntima comunión
con su Hijo, presente en la Eucaristía.
3. María, Madre del Hijo unigénito de Dios, es Madre de
la comunidad que constituye el Cuerpo místico de Cristo y la
acompaña en sus primeros pasos.
Ella, al aceptar esa misión, se compromete a animar la vida eclesial
con su presencia materna y ejemplar. Esa solidaridad deriva de su pertenencia
a la comunidad de los rescatados. En efecto, a diferencia de su Hijo,
ella tuvo necesidad de ser redimida, pues «se encuentra unida,
en la descendencia de Adán, a todos los hombres que necesitan
ser salvados» (Lumen gentium, 53). El privilegio de la inmaculada
concepción la preservó de la mancha del pecado, por un
influjo salvífico especial del Redentor.
María, «miembro muy eminente y del todo singular»
de la Iglesia, utiliza los dones que Dios le concedió para realizar
una solidaridad más completa con los hermanos de su Hijo, ya
convertidos también ellos en sus hijos.
4. Como miembro de la Iglesia, María pone al servicio de los
hermanos su santidad personal, fruto de la gracia de Dios y de su fiel
colaboración. La Inmaculada constituye para todos los cristianos
un fuerte apoyo en la lucha contra el pecado y un impulso perenne a
vivir como redimidos por Cristo, santificados por el Espíritu
e hijos del Padre.
«María, la madre de Jesús» (Hch 1,14), insertada
en la comunidad primitiva, es respetada y venerada por todos. Cada uno
comprende la preeminencia de la mujer que engendró al Hijo de
Dios, el único y universal Salvador. Además, el carácter
virginal de su maternidad le permite testimoniar la extraordinaria aportación
que da al bien de la Iglesia quien, renunciando a la fecundidad humana
por docilidad al Espíritu Santo, se consagra totalmente al servicio
del reino de Dios.
María, llamada a colaborar de modo íntimo en el sacrificio
de su Hijo y en el don de la vida divina a la humanidad, prosigue su
obra materna después de Pentecostés. El misterio de amor
que se encierra en la cruz inspira su celo apostólico y la compromete,
como miembro de la Iglesia, en la difusión de la buena nueva.
Las palabras de Cristo crucificado en el Gólgota: «Mujer,
he ahí a tu Hijo» (Jn 19,26), con las que se le reconoce
su función de madre universal de los creyentes, abrieron horizontes
nuevos e ilimitados a su maternidad. El don del Espíritu Santo,
que recibió en Pentecostés para el ejercicio de esa misión,
la impulsa a ofrecer la ayuda de su corazón materno a todos los
que están en camino hacia el pleno cumplimiento del reino de
Dios.
5. María, miembro muy eminente de la Iglesia, vive una relación
única con las personas divinas de la santísima Trinidad:
con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. El Concilio,
al llamarla «Madre del Hijo de Dios y, por tanto, (...) hija predilecta
del Padre y templo del Espíritu Santo» (Lumen gentium,
53), recuerda el efecto primario de la predilección del Padre,
que es la divina maternidad.
Consciente del don recibido, María comparte con los creyentes
las actitudes de filial obediencia y profunda gratitud, impulsando a
cada uno a reconocer los signos de la benevolencia divina en su propia
vida.
El Concilio usa la expresión «templo» (sacrarium)
del Espíritu Santo. Así quiere subrayar el vínculo
de presencia, de amor y de colaboración que existe entre la Virgen
y el Espíritu Santo. La Virgen, a la que ya san Francisco de
Asís invocaba como «esposa del Espíritu Santo»
(cf. Antífona, del Oficio de la Pasión), estimula con
su ejemplo a los demás miembros de la Iglesia a encomendarse
generosamente a la acción misteriosa del Paráclito y a
vivir en perenne comunión de amor con él.