1. A lo largo de los siglos el culto mariano ha experimentado un desarrollo
ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas tradicionales
dedicadas a la Madre del Señor, ha visto florecer innumerables
expresiones de piedad, a menudo aprobadas y fomentadas por el Magisterio
de la Iglesia.
Muchas devociones y plegarias marianas constituyen una prolongación
de la misma liturgia y a veces han contribuido a enriquecerla, como
en el caso del Oficio en honor de la Bienaventurada Virgen María
y de otras composiciones que han entrado a formar parte del Breviario.
La primera invocación mariana que se conoce se remonta al siglo
III y comienza con las palabras: «Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium)
nos acogemos, santa Madre de Dios...». Pero la oración
a la Virgen más común entre los cristianos desde el siglo
XIV es el «Ave María».
Repitiendo las primeras palabras que el ángel dirigió
a María, introduce a los fieles en la contemplación del
misterio de la Encarnación. La palabra latina «Ave»,
que corresponde al vocablo griego xaire, constituye una invitación
a la alegría y se podría traducir como «Alégrate».
El himno oriental «Akáthistos» repite con insistencia
este «alégrate». En el Ave María llamamos
a la Virgen «llena de gracia» y de este modo reconocemos
la perfección y belleza de su alma.
La expresión «El Señor está contigo»
revela la especial relación personal entre Dios y María,
que se sitúa en el gran designio de la alianza de Dios con toda
la humanidad. Además, la expresión «Bendita tú
eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús»,
afirma la realización del designio divino en el cuerpo virginal
de la Hija de Sión.
Al invocar a «Santa María, Madre de Dios», los cristianos
suplican a aquella que por singular privilegio es inmaculada Madre del
Señor: «Ruega por nosotros pecadores», y se encomiendan
a ella ahora y en la hora suprema de la muerte.
2. También la oración tradicional del Ángelus invita
a meditar el misterio de la Encarnación, exhortando al cristiano
a tomar a María como punto de referencia en los diversos momentos
de su jornada para imitarla en su disponibilidad a realizar el plan
divino de la salvación. Esta oración nos hace revivir
el gran evento de la historia de la humanidad, la Encarnación,
al que hace ya referencia cada «Ave María». He aquí
el valor y el atractivo del Ángelus, que tantas veces han puesto
de manifiesto no sólo teólogos y pastores, sino también
poetas y pintores.
En la devoción mariana ha adquirido un puesto de relieve el Rosario,
que a través de la repetición del «Ave María»
lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta plegaria
sencilla, que alimenta el amor del pueblo cristiano a la Madre de Dios,
orienta más claramente la plegaria mariana a su fin: la glorificación
de Cristo.
El Papa Pablo VI, como sus predecesores, especialmente León XIII,
Pío XII y Juan XXIII, tuvo en gran consideración el rezo
del rosario y recomendó su difusión en las familias. Además,
en la exhortación apostólica Marialis cultus, ilustró
su doctrina, recordando que se trata de una «oración evangélica,
centrada en el misterio de la Encarnación redentora», y
reafirmando su «orientación claramente cristológica»
(n. 46).
A menudo, la piedad popular une al rosario las letanías, entre
las cuales las más conocidas son las que se rezan en el santuario
de Loreto y por eso se llaman «lauretanas».
Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona
de María para captar la riqueza espiritual que el amor del Padre
ha derramado en ella.
3. Como la liturgia y la piedad cristiana demuestran, la Iglesia ha
tenido siempre en gran estima el culto a María, considerándolo
indisolublemente vinculado a la fe en Cristo. En efecto, halla su fundamento
en el designio del Padre, en la voluntad del Salvador y en la acción
inspiradora del Paráclito.
La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salvación y la gracia,
está llamada a desempeñar un papel relevante en la redención
de la humanidad. Con la devoción mariana los cristianos reconocen
el valor de la presencia de María en el camino hacia la salvación,
acudiendo a ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo, saben
que pueden contar con su maternal intercesión para recibir del
Señor cuanto necesitan para el desarrollo de la vida divina y
a fin de alcanzar la salvación eterna.
Como atestiguan los numerosos títulos atribuidos a la Virgen
y las peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la
confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla
en sus necesidades diarias.
Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer
insensible ante las miserias materiales y espirituales de sus hijos.
Así, la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza
y la espontaneidad, contribuye a infundir serenidad en la vida espiritual
y hace progresar a los fieles por el camino exigente de las bienaventuranzas.
4. Finalmente, queremos recordar que la devoción a María,
dando relieve a la dimensión humana de la Encarnación,
ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías
y los sufrimientos de la humanidad, el «Dios con nosotros»,
que ella concibió como hombre en su seno purísimo, engendró,
asistió y siguió con inefable amor desde los días
de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección.