1. Después de haber ilustrado las relaciones entre María
y la Iglesia, el concilio Vaticano II se alegra de constatar que la
Virgen también es honrada por los cristianos que no pertenecen
a la comunidad católica: «Este Concilio experimenta gran
alegría y consuelo porque también entre los hermanos separados
haya quienes dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador...»
(Lumen gentium, 69; cf. Redemptoris Mater, 29-34). Podemos decir, con
razón, que la maternidad universal de María, aunque manifiesta
de modo más doloroso aún las divisiones entre los cristianos,
constituye un gran signo de esperanza para el camino ecuménico.
Muchas comunidades protestantes, a causa de una concepción particular
de la gracia y de la eclesiología, se han opuesto a la doctrina
y al culto mariano, considerando que la cooperación de María
en la obra de la salvación perjudicaba la única mediación
de Cristo. En esta perspectiva, el culto de la Madre competiría
prácticamente con el honor debido a su Hijo.
2. Sin embargo, en tiempos recientes, la profundización del pensamiento
de los primeros reformadores ha puesto de relieve posiciones más
abiertas con respecto a la doctrina católica. Por ejemplo, los
escritos de Lutero manifiestan amor y veneración por María,
exaltada como modelo de todas las virtudes: sostiene la santidad excelsa
de la Madre de Dios y afirma a veces el privilegio de la Inmaculada
Concepción, compartiendo con otros reformadores la fe en la virginidad
perpetua de María.
El estudio del pensamiento de Lutero y de Calvino, como también
el análisis de algunos textos de cristianos evangélicos,
han contribuido a despertar un nuevo interés en algunos protestantes
y anglicanos por diversos temas de la doctrina mariológica. Algunos
incluso han llegado a posiciones muy cercanas a las de los católicos
por lo que atañe a los puntos fundamentales de la doctrina sobre
María, como su maternidad divina, su virginidad, su santidad
y su maternidad espiritual.
La preocupación por subrayar el valor de la presencia de la mujer
en la Iglesia favorece el esfuerzo de reconocer el papel de María
en la historia de la salvación.
Todos estos datos constituyen otros tantos motivos de esperanza para
el camino ecuménico. El deseo profundo de los católicos
sería poder compartir con todos sus hermanos en Cristo la alegría
que brota de la presencia de María en la vida según el
Espíritu.
3. Entre nuestros hermanos que «dan el honor debido a la Madre
del Señor y Salvador», el Concilio recuerda especialmente
a los orientales, «que concurren en el culto de la siempre Virgen
Madre de Dios llenos de fervor y de devoción» (Lumen gentium,
69).
Como resulta de las numerosas manifestaciones de culto, la veneración
por María representa un elemento significativo de comunión
entre católicos y ortodoxos.
Sin embargo, subsisten aún algunas divergencias sobre los dogmas
de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, aunque estas
verdades fueron ilustradas al principio precisamente por algunos teólogos
orientales: basta pensar en grandes escritores como Gregorio Palamas
( 1359), Nicolás Cabasilas ( después del 1396) y Jorge
Scholarios ( después del 1472).
Pero esas divergencias, quizá más de formulación
que de contenido, no deben hacernos olvidar nuestra fe común
en la maternidad divina de María, en su perenne virginidad, en
su perfecta santidad y en su intercesión materna ante su Hijo.
Como ha recordado el concilio Vaticano II, el «fervor» y
la «devoción» unen a ortodoxos y católicos
en el culto a la Madre de Dios.
4. Al final de la Lumen gentium, el Concilio invita a confiar a María
la unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer
insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres,
para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con
sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos
los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los
santos, interceda ante su Hijo» (ib.).
Así como en la primera comunidad la presencia de María
promovía la unanimidad de los corazones, que la oración
consolidaba y hacía visible (cf. Hch 1,14), así también
la comunión más intensa con aquella a quien Agustín
llama «madre de la unidad» (Sermo 192, 2; PL 38, 1.013),
podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado de
la unidad ecuménica.
A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas
para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad
cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del
mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación
y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.
Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las
aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular,
que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con
el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen
a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en
el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e
indivisible Trinidad» (Lumen gentium, 69).
La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia
y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen
un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo
la escuela de María y confiando en su intercesión.
5. Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella
que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino
hacia el futuro de Dios.
La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber
«creído que se cumplirían las cosas que le fueron
dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a
los creyentes -y a toda la Iglesia- para que, en medio de las alegrías
y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos
profetas de la esperanza que no defrauda.