1. Dios ha querido, en su designio salvífico, que el Hijo unigénito
naciera de una Virgen. Esta decisión divina implica una profunda
relación entre la virginidad de María y la encarnación
del Verbo. «La mirada de la fe, unida al conjunto de la revelación,
puede descubrir las razones misteriosas por las que Dios, en su designio
salvífico, quiso que su Hijo naciera de una virgen. Estas razones
se refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo
como a la aceptación por María de esta misión para
con los hombres» (Catecismo de la Iglesia católica, n.
502).
La concepción virginal, excluyendo una paternidad humana, afirma
que el único padre de Jesús es el Padre celestial, y que
en la generación temporal del Hijo se refleja la generación
eterna: el Padre, que había engendrado al Hijo en la eternidad,
lo engendra también en el tiempo como hombre.
2. El relato de la Anunciación pone de relieve el estado de Hijo
de Dios, consecuente con la intervención divina en la concepción.
«El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de
nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc
1,35).
Aquel que nace de María ya es, en virtud de la generación
eterna, Hijo de Dios; su generación virginal, obrada por la intervención
del Altísimo, manifiesta que, también en su humanidad,
es el Hijo de Dios.
La revelación de la generación eterna en la generación
virginal nos la sugieren también las expresiones contenidas en
el Prólogo del evangelio de san Juan, que relacionan la manifestación
de Dios invisible, por obra del «Hijo único, que está
en el seno del Padre» (Jn 1,18), con su venida en la carne: «Y
la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado
su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno
de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
San Lucas y san Mateo, al narrar la generación de Jesús,
afirman también el papel del Espíritu Santo. Éste
no es el padre del niño: Jesús es hijo únicamente
del Padre eterno (cf. Lc 1,32.35) que, por medio del Espíritu,
actúa en el mundo y engendra al Verbo en la naturaleza humana.
En efecto, en la Anunciación el ángel llama al Espíritu
«poder del Altísimo» (Lc 1,35), en sintonía
con el Antiguo Testamento, que lo presenta como la energía divina
que actúa en la existencia humana, capacitándola para
realizar acciones maravillosas. Este poder, que en la vida trinitaria
de Dios es Amor, manifestándose en su grado supremo en el misterio
de la Encarnación, tiene la tarea de dar el Verbo encarnado a
la humanidad.
3. El Espíritu Santo, en particular, es la persona que comunica
las riquezas divinas a los hombres y los hace participar en la vida
de Dios. Él, que en el misterio trinitario es la unidad del Padre
y del Hijo, obrando la generación virginal de Jesús, une
la humanidad a Dios.
El misterio de la Encarnación muestra también la incomparable
grandeza de la maternidad virginal de María: la concepción
de Jesús es fruto de su cooperación generosa en la acción
del Espíritu de amor, fuente de toda fecundidad.
En el plan divino de la salvación, la concepción virginal
es, por tanto, anuncio de la nueva creación: por obra del Espíritu
Santo, en María es engendrado aquel que será el hombre
nuevo. Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «Jesús
fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen
María, porque él es el nuevo Adán que inaugura
la nueva creación» (n. 504).
En el misterio de esta nueva creación resplandece el papel de
la maternidad virginal de María. San Ireneo, llamando a Cristo
«primogénito de la Virgen» (Adv. Haer. 3, 16, 4),
recuerda que, después de Jesús, muchos otros nacen de
la Virgen, en el sentido de que reciben la vida nueva de Cristo. «Jesús
es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual
de María se extiende a todos los hombres a los cuales él
vino a salvar: "Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó
el mayor de muchos hermanos" (Rm 8,29), es decir, de los creyentes,
a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre»
(Catecismo de la Iglesia católica, n. 501).
4. La comunicación de la vida nueva es transmisión de
la filiación divina. Podemos recordar aquí la perspectiva
abierta por san Juan en el Prólogo de su evangelio: aquel a quien
Dios engendró, da a los creyentes el poder de hacerse hijos de
Dios (cf. Jn 1,12-13). La generación virginal permite la extensión
de la paternidad divina: a los hombres se les hace hijos adoptivos de
Dios en aquel que es Hijo de la Virgen y del Padre.
Así pues, la contemplación del misterio de la generación
virginal nos permite intuir que Dios ha elegido para su Hijo una Madre
virgen, para dar más ampliamente a la humanidad su amor de Padre.