1. El propósito de virginidad, que se vislumbra en las palabras
de María en el momento de la Anunciación, ha sido considerado
tradicionalmente como el comienzo y el acontecimiento inspirador de
la virginidad cristiana en la Iglesia.
San Agustín no reconoce en ese propósito el cumplimiento
de un precepto divino, sino un voto emitido libremente. De ese modo,
se ha podido presentar a María como ejemplo a las santas vírgenes
en el curso de toda la historia de la Iglesia. María «consagró
su virginidad a Dios, cuando aún no sabía lo que debía
concebir, para que la imitación de la vida celestial en el cuerpo
terrenal y mortal se haga por voto, no por precepto, por elección
de amor, no por necesidad de servicio» (De Sancta Virg., IV, 4;
PL 40, 398).
El ángel no pide a María que permanezca virgen; es María
quien revela libremente su propósito de virginidad. En este compromiso
se sitúa su elección de amor, que la lleva a consagrarse
totalmente al Señor mediante una vida virginal.
Al subrayar la espontaneidad de la decisión de María,
no debemos olvidar que en el origen de toda vocación está
la iniciativa de Dios. La doncella de Nazaret, al orientarse hacia la
vida virginal, respondía a una vocación interior, es decir,
a una inspiración del Espíritu Santo que la iluminaba
sobre el significado y el valor de la entrega virginal de sí
misma. Nadie puede acoger este don sin sentirse llamado y sin recibir
del Espíritu Santo la luz y la fuerza necesarias.
2. Aunque san Agustín utiliza la palabra voto para mostrar a
quienes llama santas vírgenes el primer modelo de su estado de
vida, el Evangelio no testimonia que María haya formulado expresamente
un voto, que es la forma de consagración y entrega de la propia
vida a Dios, en uso ya desde los primeros siglos de la Iglesia. El Evangelio
nos da a entender que María tomó la decisión personal
de permanecer virgen, ofreciendo su corazón al Señor.
Desea ser su esposa fiel, realizando la vocación de la «hija
de Sión». Sin embargo, con su decisión se convierte
en el arquetipo de todos los que en la Iglesia han elegido servir al
Señor con corazón indiviso en la virginidad.
Ni los evangelios, ni otros escritos del Nuevo Testamento, nos informan
acerca del momento en el que María tomó la decisión
de permanecer virgen. Con todo, de la pregunta que hace al ángel
se deduce con claridad que, en el momento de la Anunciación,
dicho propósito era ya muy firme. María no duda en expresar
su deseo de conservar la virginidad también en la perspectiva
de la maternidad que se le propone, mostrando que había madurado
largamente su propósito.
En efecto, María no eligió la virginidad en la perspectiva,
imprevisible, de llegar a ser Madre de Dios, sino que maduró
su elección en su conciencia antes del momento de la Anunciación.
Podemos suponer que esa orientación siempre estuvo presente en
su corazón: la gracia que la preparaba para la maternidad virginal
influyó ciertamente en todo el desarrollo de su personalidad,
mientras que el Espíritu Santo no dejó de inspirarle,
ya desde sus primeros años, el deseo de la unión más
completa con Dios.
3. Las maravillas que Dios hace, también hoy, en el corazón
y en la vida de tantos muchachos y muchachas, las hizo, ante todo, en
el alma de María. También en nuestro mundo, aunque esté
tan distraído por la fascinación de una cultura a menudo
superficial y consumista, muchos adolescentes aceptan la invitación
que proviene del ejemplo de María y consagran su juventud al
Señor y al servicio de sus hermanos.
Esta decisión, más que renuncia a valores humanos, es
elección de valores más grandes. A este respecto, mi venerado
predecesor Pablo VI, en la exhortación apostólica Marialis
cultus, subrayaba cómo quien mira con espíritu abierto
el testimonio del Evangelio «se dará cuenta de que la opción
del estado virginal por parte de María (...) no fue un acto de
cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó
una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente
al amor de Dios» (n. 37).
En definitiva, la elección del estado virginal está motivada
por la plena adhesión a Cristo. Esto es particularmente evidente
en María. Aunque antes de la Anunciación no era consciente
de ella, el Espíritu Santo le inspira su consagración
virginal con vistas a Cristo: permanece virgen para acoger con todo
su ser al Mesías Salvador. La virginidad comenzada en María
muestra así su propia dimensión cristocéntrica,
esencial también para la virginidad vivida en la Iglesia, que
halla en la Madre de Cristo su modelo sublime. Aunque su virginidad
personal, vinculada a la maternidad divina, es un hecho excepcional,
ilumina y da sentido a todo don virginal.
4. ¡Cuántas mujeres jóvenes, en la historia de la
Iglesia, contemplando la nobleza y la belleza del corazón virginal
de la Madre del Señor, se han sentido alentadas a responder generosamente
a la llamada de Dios, abrazando el ideal de la virginidad! «Precisamente
esta virginidad -como he recordado en la encíclica Redemptoris
Mater-, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Nazaret, es fuente de una
especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu
Santo» (n. 43).
La vida virginal de María suscita en todo el pueblo cristiano
la estima por el don de la virginidad y el deseo de que se multiplique
en la Iglesia como signo del primado de Dios sobre toda realidad y como
anticipación profética de la vida futura. Demos gracias
juntos al Señor por quienes aún hoy consagran generosamente
su vida mediante la virginidad, al servicio del reino de Dios.
Al mismo tiempo, mientras en diversas zonas de antigua evangelización
el hedonismo y el consumismo parecen disuadir a los jóvenes de
abrazar la vida consagrada, es preciso pedir incesantemente a Dios,
por intercesión de María, un nuevo florecimiento de vocaciones
religiosas. Así, el rostro de la Madre de Cristo, reflejado en
muchas vírgenes que se esfuerzan por seguir al divino Maestro,
seguirá siendo para la humanidad el signo de la misericordia
y de la ternura divina.