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Dios te salve, María. Llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.  
María Madre de Dios y Madre Nuestra
9. Historias de la Virgen que aleccionan
 
 

La ayuda maternal de Santa María
Una historia que nos abre al amor que tiene nuestra Madre María por sus hijos
"Yo si he visto milagros", escribía un sacerdote, Urteaga. "Fíate de mí. Hazme caso. Reza a la Virgen". Y cuenta uno de los milagros que ha visto.
"Me encontraba en Madrid. Acababa de ordenarme sacerdote. Tenía 26 años.
Era un atardecer a la hora de terminar el trabajo".
"Te llaman por teléfono", me dijeron. Una voz masculina, un tanto nerviosa, explicaba la razón de la llamada:
"Mire, tengo un amigo que se encuentra muy mal, puede morir en cualquier instante. Me pide que le llame a usted porque quiere confesarse. (…) No, no le conoce, pero quiere que sea usted." - (Nunca he entendido por qué)- "¿Puede venir a esta casa?"
"Salgo para ahí en este momento."
(Me interrumpió) "Mire, el asunto no es tan fácil. Me explicaré. El piso está lleno de familiares y amigos que no dejarán que un sacerdote católico entre en esta casa; pero yo me encargo de facilitar su entrada."
"Pues allá voy, amigo. Dentro de un cuarto de hora estoy ahí, lo que tarde el autobús."
El piso era muy grande. Lo estoy viendo ahora que describo la situación. La puerta entreabierta, un pasillo largo. Entro decidido después de encomendarme a la Virgen para que facilitase el encuentro. Rumores de voces en las habitaciones contiguas; algunas personas que me miran con gesto de asombro. Con un breve saludo me dirijo a la habitación que estimo puede ser la del enfermo.
Efectivamente lo es.
"¿Le han dejado entrar?"
"He visto caras de susto y gestos feos; pero ha podido más la Virgen, nuestra Señora."
"Gracias. No tengo mucho tiempo (el enfermo jadeaba). Quiero confesarme."
(Cogí mi crucifijo, lo besé) "Comienza, Dios te escucha."
Yo muy emocionado. El hombre (era un personaje importante), también.
Apliqué mis oídos a sus labios porque apenas se le oía.
La confesión… larga, muy larga.
…Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Al terminar pocos minutos le quedaban de vida quiso explicarme "su" milagro.
Lo hizo fatigosamente. Se lo agradecí con toda el alma.
"He estado cuarenta años ausente de la Iglesia. Y usted se preguntará por qué he llamado a un sacerdote."
El lo decía todo. Yo callaba.
"Mi Madre, al morir, nos reunió a los hermanos… Mirad. No os dejo nada. Nada tengo. Pero cumplid este testamento que os doy: Rezad todas las noches tres avemarías. Y yo (¡cómo lloraba el pobre!), yo lo he cumplido, ¿sabe?, lo he cumplido."
Se moría mientras cantaba. A mí me pareció todo aquello un cántico: "Yo lo he cumplido, yo lo he cumplido".
Pbro. José Pedro Manglano Castellary

María Auxiliadora y San Juan Bosco
Una historia sobre la total confianza de Don Bosco en los cuidados maternales de Nuestra Madre María

San Juan Bosco necesitaba construir una Iglesia en honor a María Auxiliadora, pero no tenía nada de dinero. Se lanzó, pero las deudas también se lanzaron sobre él. Para conseguir dinero en un momento en que no podía retrasar más los pagos, un día le dijo a la Virgen:
¡Madre mía! Yo he hecho tantas veces lo que tú me has pedido… ¿Consentirás en hacer hoy lo que yo te voy a pedir?.
Con la sensación de que la Virgen se ha puesto en sus manos, don Bosco penetra en el palacio de un enfermo que tenía bastante dinero pero que también era bastante tacaño. Este enfermo, que hace tres años vive crucificado por los dolores y no podía siquiera moverse de la cama, al ver a don Bosco le dijo:
Si yo pudiera sentirme aliviado, haría algo por usted.
Muchas gracias; su deseo llega en el momento oportuno; necesito precisamente ahora tres mil liras.
Está bien; obténgame siquiera un alivio, y a fin de año se las daré.
Es que yo las necesito ahora mismo. El enfermo cambia con mucho dolor de postura, y mirando fijamente a don Bosco, le dice:
¿Ahora? Tendría que salir, ir yo mismo al Banco Nacional, negociar unas cédulas ¡ya ve!, es imposible.
No, señor, es muy posible replica don Bosco mirando su reloj. Son las dos de la tarde… Levántese, vístase y vamos allá dando gracias a María Auxiliadora.
¡Este hombre está chiflado! Protesta el viejo entre las cobijas. Hace tres años que no me muevo en la cama sin dar gritos de dolor, ¿y usted dice que me levante? ¡Imposible!.
Imposible para usted, pero no para Dios… ¡Ánimo! Haga la prueba.
Al rumor de las voces han acudido varios parientes, la habitación está llena.
Todos piensan de don Bosco lo mismo que el enfermo: que está chiflado.
Traigan la ropa del señor, que va a vestirse dice don Bosco, y hagan preparar el coche, porque va a salir. Entretanto, nosotros recemos. Llega el médico.
¿Qué imprudencia está por cometer señor mío?
Pero ya el enfermo no escuchaba más que a don Bosco; se arroja de la cama y empieza a vestirse solo, y solo, ante los ojos maravillados de sus parientes, sale de la habitación y baja las escaleras y sube al coche. Detrás de él, don Bosco.
¡Cochero, al Banco Nacional! Ya la gente no se acuerda de él: llevaba tres años sin salir a la calle. Vende sus cédulas y entrega a don Bosco sus tres mil liras.
Pbro. José Pedro Manglano Castellary

El Santo Escapulario de la Virgen del Carmen
Allá por los años 42, contaba yo los 19 años de edad. Estudiaba para piloto de la Marina Mercante Española, en Bilbao, concretamente; al mismo tiempo aprovechaba los meses de verano para sacar algunas pesetillas en el oficio de cartero. Me tocó repartir la correspondencia en el barrio de Deusto.
Cierto día llevé unas cartas a las monjas pasionistas. La religiosa que me atendió a través del torno, agradecida, me obsequió un Escapulario de la Virgen del Carmen con las previstas recomendaciones de protección mariana (me hizo recordar que eran las mismas del sacerdote de mi pueblo cuando siendo niño, me impuso el Escapulario). Lo cierto es que me puse sin más, el Escapulario de las monjitas.
Tras las vacaciones volvía a la tarea náutica. Un día nos dijeron que quienes no sabíamos nadar aprendiéramos por nuestra cuenta. Elegí una fecha: el 1° de Agosto, hora: 4:00 de la tarde. Anuncié a mi tía la intención de irme a nadar. Ella no se opuso. Al llegar al lugar elegido comprobé que nadie me vigilara para evitar burlas de mal gusto.
Y sin más demoras me quité la ropa y me eché al agua... ¡Oh imprudencia mía! no conseguí sacar la cabeza para respirar después del chapuzón. Traté de serenarme: un nuevo intento, y un nuevo fracaso. Volví a probar fortuna por tercera vez y tampoco conseguí. Mientras tanto tragaba agua en el lugar de aire. El nerviosismo hizo presa en mí. Los ojos mantenían abiertos y mi pensamiento estaba conciente era que me hallaba sin confesar.
Por fin, surgió una lucesita de último instante: QUE LLEVABA EL ESCAPULARIO. Eché mano al pecho y lo agarré como tabla de salvación. Inmediatamente se produjo un echo insólito: aparecí afuera. Exhausto. Con dificultades llegué hasta la ropa para vestirme. Viví momentos de emoción. Di gracias a Dios y al Virgen de todo corazón por tan oportuna ayuda, pues de otro modo, aquel primero de Agosto hubiera muerto ahogado sin remedio.
¿Que hice entonces? Confirmarme sobre la eficacia del Santo Escapulario: no solamente salva el alma sino también el cuerpo cuando peligra el alma. Y a modo de agradecimiento, desde entonces, no abandono ni el Escapulario ni el Rosario diario.
Por su parte, la Virgen, tampoco se olvidó de mí y siete años más tarde me dio la vocación religiosa. Nunca me arrepentí del camino emprendido sino todo lo contrario: así quiero morir, dando gracias a Dios por la vocación recibida, con mi Escapulario puesto y desgranando Misterio tras Misterio del Santo Rosario.
Quien confía en la Madre Santísima, nunca quedará desamparado; al contrario encontrará en su regazo el auténtico amor maternal que nos educa y protege de todo mal.
Anónimo de un sacerdote