La Eucaristía,
el secreto de los santos
Entrevista con la escritora y ensayista Maria Di Lorenzo (ZENIT.org).-
Maria Di Lorenzo afirma que el Año de la Eucaristía, convocado
por Juan Pablo II, debería impulsarnos a reflexionar sobre la
realidad, a menudo «desconocida» de muchas personas de a
pie, que viven el «martirio silencioso» de la propia cotidianeidad,
y en la Eucaristía encuentran «la fuerza de seguir adelante
y testimoniar su ser cristiano sin titubeos».
En esta entrevista, concedida a Zenit, Di Lorenzo , escritora
y periodista italiana, especializada en espiritualidad y cuestiones
religiosas, ex redactora de la revista mensual «Madre di Dio»,
ha compartido algunas reflexiones sobre el valor de este sacramento
en la vida de los santos.
En este año, el Santo Padre se ha propuesto suscitar una nueva
«maravilla» ante la Eucaristía, incluso mediante
el relato de testimonios por parte de santos eucarísticos, que
llegaron a obtener del pan partido no sólo alimento espiritual
sino incluso el único alimento para seguir viviendo. ¿Qué
santos le vienen a la mente al escuchar estas palabras?
Di Lorenzo: Es difícil responder a su pregunta porque los santos
eucarísticos en la Iglesia son muchos, incluso diría que
todos los santos lo son. Si miramos los testimonios de vida ofrecidos
por todos los santos y beatos de la Iglesia, desde los primeros siglos
hasta nuestros días, vemos que no hay un solo santo que no haya
sido estado forjado por la Eucaristía, por la pasión eucarística,
por el amor eucarístico.
Todos, por decirlo de alguna manera, «han nacido de la Hostia».
Tomo prestada esta expresión del beato Giacomo Alberione, fundador
de la familia paulina, que lo decía siempre a sus amadísimos
hijos espirituales: «Habéis nacido de la Hostia...».
Es verdad. Y esto vale para todos los santos y beatos de la bimilenaria
historia del catolicismo.
Entre todos, la figura con la que quizá más simpatizo
es la de la Madre Teresa de Calcuta, a quien he dedicado un libro publicado
en 2003, con motivo de su beatificación. La Madre Teresa es una
santa profundamente eucarística. La Eucaristía era el
corazón de su vida, de su espiritualidad.
Decía a las religiosas: «Jesús en la Eucaristía
y Jesús en los pobres, bajo las especies del pan y bajo las especies
del pobre, eso es lo que hace de nosotras contemplativas en el corazón
del mundo». En la base de la espiritualidad de la Madre Teresa
estaba el sagrario.
Y no es por casualidad que se llama «sagrarios» a las comunidades
abiertas en todo el mundo por las misioneras de la Caridad, porque son
las casas de Jesús, decía la Madre Teresa. Las religiosas
comulgan todos los días y todos los días hacen una hora
de adoración eucarística, que ocupa un lugar muy importante
en la vida espiritual de las misioneras de la Caridad.
Hasta 1973, la adoración al Santísimo Sacramento tenía
una periodicidad semanal pero, tras el capítulo general del aquel
año, se decidió realizarla todos los días. Desde
entonces, la Madre Teresa pudo comprobar que la vida de su congregación
obtenía un gran beneficio de la adoración cotidiana: más
vocaciones, mayor intimidad con Dios, más amor misericordioso
por los pobres.
¿Cómo
puede hablarse de la Eucaristía a los niños?
Di Lorenzo: Los padres cristianos deberían educar a sus hijos,
desde que son muy pequeños, al amor eucarístico. Me viene
a la mente, en concreto, una espléndida figura, como la de Antonietta
Meo, «Nennolina», la niña romana que se fue al cielo
a sólo siete años, pronto será beata, que había
recibido de sus padres, profundamente cristianos, una educación
religiosa sencilla y, al mismo tiempo, fuerte, capaz de hacerle afrontar
el penoso calvario de su enfermedad, y que se alimentaba del amor a
la Hostia.
A Nennolina apenas le dio tiempo para hacer su primera comunión
seis meses antes de morir y lo deseaba tanto. Pero hay otro episodio
de su vida, en mi opinión extraordinario, que hay que conocer:
cuando Nennolina iba a la guardería dirigida por las religiosas
de la Santa Cruz en Jerusalén, con frecuencia vieron y luego
han testimoniado que la niña, antes de salir de su capilla para
ir a jugar al patio con los otros niños, se acercaba al sagrario
diciendo en voz alta: «! Jesús, ven a jugar conmigo!».
Esta frase es muy expresiva del grado de intimidad que la pequeña
«Nennolina», tenía con Jesús Eucaristía.
Una confianza sencilla y amorosa que aprendió sin duda de sus
padres.
¿Cree
que la comunión cotidiana pueda también guiar en el recto
camino de vida conyugal, como han demostrado los dos cónyuges
beatos Luigi y Maria Beltrame Quattrocchi, así como Celia Guérin
y Louis Martin, padres de santa Teresa di Lisieux, que iban a misa juntos
todos los días?
Di Lorenzo: Para seguir con la respuesta a su pregunta anterior, afirmo
que, sin duda, la comunión diaria y la adoración eucarística
han forjado generaciones de santos y beatos, imprimiendo a su vida un
dinamismo espiritual fuera de lo común.
Del mismo modo, han sido pilares de la vida espiritual de niños
santos como Nennolina o, sólo por dar algún otro nombre,
los beatos pastorcillos de Fátima; y de reflejo han marcado fuertemente
el camino espiritual de numerosos matrimonios.
Luigi y Maria Beltrame Quattrocchi han sido ya elevados por la Iglesia
al honor de los altares; los padres de santa Teresita, Celia y Louis
Martin, lo serán prontísimo, probablemente la próxima
primavera, cuando el Papa visite Francia; y hay otros matrimonios candidatos
a los altares. Todos ellos mantenían una intensa vida eucarística,
desde un camino ascensional del alma que, en la propia y personal dinámica
de la vida de pareja, de ella obtenía su alimento, la propia
savia vital de la Eucaristía. Como las plantas viven de luz,
ellos han bebido en la fuente del Amor.
La meditación sobre la Eucaristía, en efecto prepara el
terreno espiritual al seguimiento de Cristo y a la experimentación
del camino hecho a menudo de luces y sombras, de fe y duda, en el descubrimiento
a veces desgarrador, de la propia fragilidad humana; pero en una perspectiva
salvífica, en la que incluso el dolor adquiere un sentido, en
el sacrificio incruento de Cristo que se repite cada día en el
altar y en el que todo se cumple y se santifica en el encuentro cotidiano
con la Hostia que nos genera a la vida cada día.
Primera
predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamess
Primera predicación ADORO TE DEVOTE
En respuesta al deseo y a las intenciones del Santo Padre de dedicar
el año en curso a la Eucaristía, la predicación
de este Adviento –y, si es voluntad de Dios, también la
de la próxima Cuaresma— será un comentario, estrofa
a estrofa, del «Adoro te devote».
Con su encíclica «Ecclesia de Eucharistia» el Santo
Padre Juan Pablo II se ha propuesto, dice, renovar en la Iglesia «el
estupor eucarístico» [1] y el «Adoro te devote»
se presta maravillosamente para lograr este objetivo. Aquél puede
servir para dar un soplo espiritual y un alma a todo lo que se hará,
en este año, para honrar la Eucaristía.
Un cierto modo de hablar de la Eucaristía, lleno de cálida
unción y devoción, y además de profunda doctrina,
expulsado por la llegada de la teología llamada «científica»,
se refugió en los antiguos himnos eucarísticos y es ahí
donde debemos ir a buscar si queremos superar un cierto conceptualismo
árido que ha afligido al sacramento del altar después
de tantas disputas a su alrededor.
La nuestra, sin embargo, no quiere ser una reflexión sobre el
«Adoro te devote», ¡sino sobre la Eucaristía!
El himno es sólo el mapa que nos sirve para explorar el territorio,
la guía que nos introduce en la obra de arte.
1. Una presencia
escondida
En esta meditación reflexionamos sobre la primera estrofa del
himno. Dice así:
Adóro te
devóte, latens Déitas,
quae sub his figúris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.
Te adoro con devoción, Divinidad oculta, verdaderamente escondida
bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente
al contemplarte.
Se hicieron intentos
de establecer el texto crítico del himno en base a los pocos
manuscritos existentes anteriores a la imprenta. Las variaciones respecto
al texto que conocemos no son muchas. La principal se refiere precisamente
a los dos primeros versos de esta estrofa que, según Wilmart,
al principio resonaban así: Adoro devote latens veritas / Te
qui sub his formis vere latitas, donde «veritas» estaría
por la persona de Cristo y «formis» sería el equivalente
a «figuris».
Pero aparte del
hecho de que esta lectura es todo menos segura [2], hay otro motivo
que empuja a atenerse al texto tradicional. Éste, como otros
venerables himnos litúrgicos latinos del pasado, pertenecen a
la colectividad de los fieles que lo han cantado durante siglos, lo
han hecho propio y casi recreado, no menos que el autor que lo ha compuesto,
frecuentemente, por lo demás, anónimo. El texto divulgado
no tiene menos valor que el texto crítico y es con él
de hecho que el himno sigue siendo conocido y cantado en toda la Iglesia.
En cada estrofa
del «Adoro te devote» hay una afirmación teológica
y una invocación que es la respuesta orante del alma al misterio.
En la primera estrofa la verdad teológica evocada se refiere
al modo de presencia de Cristo en las especies eucarísticas.
La expresión latina «vere latitas» es densísima
en significado; quiere decir: estás escondido, pero estás
verdaderamente (en la parte en que el acento está en «vere»),
y quiere decir también: estás verdaderamente, pero escondido
(donde el acento se pone en «latitas», en el carácter
sacramental de esta presencia).
Para comprender este modo de hablar de la Eucaristía hay que
tener en cuenta el «gran cambio» que se verifica en torno
a la Eucaristía en el paso de la teología simbólica
de los Padres a la dialéctica de la Escolástica. Ella
tiene sus remotos inicios en el siglo IX, con Pascasio Radberto y Ratramno
de Corbie: el primero defensor de una presencia física y material
de Cristo en el pan y en el vino, el segundo de una presencia verdadera
y real, pero sacramental, no física; explota en cambio abiertamente
sólo más tarde, con Berengario de Tours (H 1088), que
acentúa hasta tal punto el carácter simbólico y
sacramental de Cristo en la Eucaristía como para comprometer
la fe en la realidad objetiva de tal presencia.
Mientras que antes se decía que Cristo en la Eucaristía
está presente sacramentalmente, o, según los orientales,
mistéricamente, ahora, con un lenguaje tomado prestado desde
Aristóteles, se dice que está presente sustancialmente,
o según la sustancia. Figura no indica ya, como sacramentum,
el conjunto de los signos con que se realiza la presencia de Cristo,
sino sencillamente las «especies o apariencias» del pan
y del vino, en el lenguaje técnico los accidentes [3].
Nuestro himno se sitúa claramente en este lado del cambio, si
bien evita el recurso a los nuevos términos filosóficos,
poco apropiados en un texto poético. En el verso «quae
sub his figuris vere latitas», el término figura indica
las especies del pan y del vino en cuanto que ocultan lo que contienen
y contienen lo que ocultan [4].
2. En devota
adoración
Decía que en cada estrofa del himno hallamos una afirmación
teológica seguida de una invocación con la que el orante
responde a aquella y se apropia de la verdad evocada. A la afirmación
de la presencia real, si bien escondida, de Cristo en el pan y en el
vino el orante responde derritiéndose literalmente en devota
adoración y arrastrando consigo, en el mismo movimiento, las
innumerables formaciones de almas que durante más de medio milenio
han orado con sus palabras.
Adoro: esta palabra con la que se abre el himno es por sí sola
una profesión de fe en la identidad entre cuerpo eucarístico
y el cuerpo histórico de Cristo, «nacido de María
Virgen, que verdaderamente padeció y fue inmolado en la cruz
por el hombre». Es sólo gracias a esta identidad de hecho
y a la unión hipostática en Cristo entre humanidad y divinidad
que podemos estar en adoración ante la hostia consagrada sin
pecar de idolatría. Ya decía San Agustín: «En
esta carne [el Señor] caminó aquí y esta misma
carne nos ha dado para comer para la salvación; y ninguno come
esa carne sin haberla adorado antes... Nosotros no pecamos adorándola,
pero pecamos si no la adoramos» [5].
¿Pero en qué consiste exactamente y cómo se manifiesta
la adoración? La adoración puede estar preparada por prolongada
reflexión, pero termina con una intuición y, como toda
intuición, no dura mucho. Es como un rayo de luz en la noche.
Pero de una luz especial: no tanto la luz de la verdad, cuanto la luz
de la realidad. Es la percepción de la grandeza, majestad, belleza,
y a la vez de la bondad de Dios y de su presencia lo que quita la respiración.
Es una especie de naufragio en el océano sin orillas y sin fondo
de la majestad de Dios.
Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier
palabra, es el silencio. Adorar, según la estupenda expresión
de San Gregorio Nacianceno, significa elevar a Dios un «himno
de silencio». Hubo un tiempo en que, para entrar en un clima de
adoración ante el Santísimo, me bastaba repetir las primeras
palabras de un himno del místico alemán del siglo XVII
Gerhard Tersteegen, que aún hoy se canta en las iglesias protestantes
y católicas de Alemania:
«Dios está aquí presente; ¡venid, adoremos!
Con santa reverencia, entremos en su presencia.
Dios está aquí en medio: todo calla en nosotros
Y lo íntimo del pecho se postra en su presencia». [6]
Tal vez porque las palabras de una lengua extranjera están menos
agotadas por el uso y la banalización, lo cierto es que aquellas
palabras me producían cada vez un estremecimiento interior. «Gott
ist gegenwärtig, Dios está presente, ¡Dios está
aquí!: las palabras se desvanecían rápidamente,
quedaba sólo la verdad que habían transmitido, el «sentimiento
vivo de la presencia» de Dios.
El sentido de la adoración está reforzado, en nuestro
himno, por el de la devoción: «adoro te devote».
La Edad Media dio a este término un significado nuevo respecto
a la antigüedad pagana y cristiana. Con él se indicaba al
principio la adhesión a una persona, expresada en un fiel servicio
y, en la costumbre cristiana, toda forma de servicio divino, sobre todo
el litúrgico de la recitación de los salmos y de las oraciones.
En los grandes autores espirituales de la Edad media la palabra se interioriza;
pasa a significar no las prácticas exteriores, sino las disposiciones
profundas de corazón. Para San Bernardo indica «el fervor
interior del alma encendida por el fuego de la caridad» [7]. Con
San Buenaventura y su escuela la persona de Cristo se convierte en el
objeto central de la devoción, entendida como el sentimiento
de conmovida gratitud y amor suscitado por el recuerdo de sus beneficios.
El Doctor angélico dedica dos artículos enteros de la
Suma a la devoción, que considera el primero y más importante
acto de la virtud de la religión [8]. Para él consiste
en la prontitud y disponibilidad de la voluntad para ofrecerse a sí
misma a Dios que se expresa en un servicio sin reservas y pleno de fervor.
Este rico y profundo contenido lamentablemente se perdió en gran
parte después, cuando al concepto de «devoción»
se arrimó el de «devociones», esto es, de prácticas
exteriores y particulares, dirigidas no sólo a Dios, sino más
a menudo a santos o a lugares determinados, advocaciones e imágenes.
Se volvió en la práctica al viejo significado del término.
En nuestro himno el adverbio devote conserva intacta toda la fuerza
teológica y espiritual que el propio autor (si él es Tomás
de Aquino) había contribuido a dar al término. La mejor
explicación de qué se entiende aquí por devotio
está en las palabras que siguen en la segunda parte de la estrofa:
Tibi se cor meum totum subiicit; «a ti se somete mi corazón
por completo». Disponibilidad total y amorosa a hacer la voluntad
de Dios.
3. La contemplación
eucarística
Queda por tomar la llamarada más alta que es la que se eleva
de los dos últimos versos de la estrofa: Quia te contemplans
totum deficit: Al contemplarte todo se rinde. La característica
de ciertos venerables himnos litúrgicos latinos, como el «Adoro
te devote», el «Veni creator» y otros, es la extraordinaria
concentración de significado que se realiza en cada palabra.
En ellos cada palabra está llena de contenido.
Para comprender plenamente el sentido de esta frase, como de todo el
himno, es necesario tener en cuenta el ambiente y el contexto en que
nace. Estamos, decía, en este lado del gran cambio de la teología
eucarística ocasionado por la reacción a las teorías
de Berengario de Tours. El problema sobre el que se concentra casi exclusivamente
la reflexión cristiana es el de la presencia real de Cristo en
la Eucaristía, que a veces excede en la afirmación de
una presencia física y casi material [9]. De Bélgica partió
la gran oleada de fervor eucarístico que contagiará en
poco tiempo toda la cristiandad y, en 1264, llevará a la institución
de la fiesta del Corpus Domini por parte del Papa Urbano IV.
Se acrecienta el sentido de respeto de la Eucaristía y, paralelamente,
aumenta el sentido de indignidad de los fieles de acercarse a ella,
a causa de las condiciones casi impracticables establecidas para recibir
la comunión (ayuno, penitencias, confesión, abstinencia
de las relaciones conyugales). La comunión por parte del pueblo
pasó a ser un hecho tan raro que el Concilio Lateranense IV en
1215 tuvo que establecer la obligación de comulgar al menos en
Pascua. Pero la Eucaristía sigue atrayendo irresistiblemente
a las almas y así, poco a poco, la falta del contacto comestible
de la comunión se remedia desarrollando el contacto visual de
la contemplación. (Observamos que en Oriente, por las mismas
razones, a los laicos se les sustrae también el contacto visual
porque el rito central de la Misa se desarrolla tras una cortina que
después de convertirá en el muro del iconostasio).
La elevación de la hostia y del cáliz en el momento de
la consagración, antes desconocido (el primer testimonio escrito
de su institución es de 1196), se transforma para los laicos
en el momento más importante de la Misa, en el que desahogan
sus sentimientos de devoción y esperan recibir gracias. Se tocan
en ese momento las campanas para advertir a los ausentes y algunos corren
de una Misa a otra para asistir a varias elevaciones. Muchos himnos
eucarísticos, entre ellos el «Ave verum», nacen para
acompañar este momento; son himnos para la elevación.
A ellos pertenece también nuestro «Adoro te devote».
Desde el principio hasta el final su lenguaje es el de ver, contemplar:
te contemplans, non intueor, nunc aspicio, visu sim beatus.
Nosotros ya no tenemos la misma concepción de la Eucaristía;
hace tiempo que la comunión se convirtió en parte integrante
de la participación en la Misa; las conquistas de la teología
(movimiento bíblico, litúrgico, ecuménico) que
confluyeron en el Concilio Vaticano II y en la reforma litúrgica
han restablecido en valor, junto a la fe en la presencia real, otros
aspectos de la Eucaristía, el banquete, el sacrificio, el memorial,
la dimensión comunitaria y eclesial...
Se podría pensar que en este nuevo clima ya no hay lugar para
el «Adoro te devote» y las prácticas eucarísticas
nacidas en aquel período. En cambio es precisamente ahora cuando
esos nos resultan más útiles y necesarios para no perder,
a causa de las conquistas de hoy, las de ayer. No podemos reducir la
Eucaristía a la sola contemplación de la presencia real
de la Hostia consagrada, pero sería también una gran pérdida
renunciar a ella. El Papa no hace sino recomendarla desde su primera
carta «El misterio y el culto de la Santísima Eucaristía»,
del Jueves Santo de 1980: «La adoración a Cristo en este
sacramento de amor debe encontrar su expresión en diversas formas
de devoción eucarística: oración personal ante
el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves,
prolongadas, anuales... Jesús nos espera en este Sacramento del
Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración
y en la contemplación llena de fe».
Nuestros hermanos ortodoxos no comparten este aspecto de la piedad católica;
alguno de ellos señala amablemente que el pan está hecho
para ser comido, no para ser mirado. Otros, también entre los
católicos, observan que la práctica se desarrolló
en un tiempo de grave ofuscamiento de la vida litúrgica y sacramental.
Pero a favor de la bondad de la contemplación eucarística
no hay especiales explicaciones teológicas y teóricas,
sino el imponente testimonio de los hechos, literalmente «una
nube de testimonios». Uno bastante reciente es el de Charles de
Foucauld, quien hizo de la adoración de la Eucaristía
uno de los puntos fuertes de su espiritualidad y de la de sus seguidores.
Innumerables almas han alcanzado la santidad practicándola y
está demostrada la contribución decisiva que ésta
ha dado a la experiencia mística [10]. La Eucaristía,
dentro y fuera de la Misa, ha sido para la Iglesia católica lo
que en la familia era hasta hace poco el fuego doméstico durante
el invierno: el lugar en torno al cual la familia reencontraba su propia
unidad e intimidad, el centro ideal de todo.
Esto no quiere decir que no existan también razones teológicas
en la base de la contemplación eucarística. La primera
es la que brota de la palabra de Cristo: «Haced esto en memoria
mía». En la idea de memorial hay un aspecto objetivo y
sacramental que consiste en repetir el rito realizado por Cristo que
recuerda y hace presente su sacrificio. Pero existe también un
aspecto subjetivo y existencial que consiste en cultivar el recuerdo
de Cristo, «en tener constantemente en la memoria pensamientos
que se refieren a Cristo y a su amor» [11]. Esta «dulce
memoria de Jesús» (Jesu dulcis memoria) no está
limitada al tiempo que uno pasa ante el tabernáculo; se la puede
cultivar con otros medios, como la contemplación de los iconos;
pero es cierto que la adoración ante el Santísimo es un
medio privilegiado para hacerlo.
Los dos aspectos del memorial –celebración y contemplación
de la Eucaristía--, no se excluyen recíprocamente, sino
que se integran. La contemplación de hecho es el medio con el
que nosotros «recibimos», en sentido fuerte, los misterios,
con el cual los interiorizamos y nos abrimos a su acción; es
el equivalente de los misterios en el plano existencial y subjetivo;
es un modo para permitir a la gracia, recibida en los sacramentos, plasmar
nuestro universo interior, esto es, los pensamientos, los afectos, la
voluntad, la memoria.
Hay una gran afinidad entre Eucaristía y Encarnación.
En la Encarnación –dice San Agustín-- «María
concibió al Verbo antes con la mente que con el cuerpo»
(Prius concepit mente quam corpore). Es más, añade, de
nada le habría valido llevar a Cristo en su vientre si no lo
hubiera llevado con amor también en su corazón [12]. También
el cristiano debe acoger a Cristo en su mente antes de acogerlo y después
tenerlo en su cuerpo. Y acoger a Cristo en la mente significa, concretamente,
pensar en él, tener la mirada puesta en él, hacer memoria
de él, contemplando el signo que él mismo eligió
para permanecer entre nosotros.
4. Olvido de todo
Te contemplans, «al contemplarte», dice nuestro himno. ¿Qué
encierra el pronombre «te»? Ciertamente a Cristo realmente
presente en la hostia, pero no una presencia estática e inerte;
indica todo el misterio de Cristo, la persona y la obra; es volver a
escuchar silenciosamente el Evangelio o una frase suya en presencia
del autor mismo del Evangelio que da a la palabra una fuerza e inmediatez
particular.
Pero esto no es aún la cumbre de la contemplación. Los
grandes maestros del espíritu han definido la contemplación:
«Una mirada libre, penetrante e inmóvil» (Hugo de
San Víctor), o bien: «Una mirada afectiva en Dios»
(San Buenaventura). Estar en contemplación eucarística
significa, por lo tanto, concretamente, establecer un contacto de corazón
a corazón con Jesús presente realmente en la Hostia y,
a través de él, elevarse al Padre en el Espíritu
Santo. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad,
en la contemplación, en cambio, el gozo de la Verdad encontrada.
La contemplación tiende siempre a la persona, al todo y no a
las partes. Contemplación eucarística es mirar a quien
me mira.
Esta fase de contemplación es la descrita por el autor del «Adoro
te devote» cuando afirma: te contemplans totum deficit, al contemplarte
todo se rinde. Estas son palabras nacidas ciertamente de la experiencia.
«Todo se rinde», ¿el qué? No sólo el
mundo exterior, las personas, las cosas, sino también el mundo
interior de los pensamientos, de las imágenes, de las preocupaciones.
«Olvido de todo excepto de Dios», escribía Pascal
describiendo una experiencia similar a ésta. Y Francisco de Asís
amonestaba a sus hermanos: «¡Gran miseria sería,
y miserable mal si, teniéndole a Él así presente,
os ocuparais de cualquier otra cosa que hubiera en todo el universo!»
[13].
Por la misma época en que se componía nuestro himno, o
sea a finales del siglo XIII, Roger Bacon, un gran enamorado de la Eucaristía,
escribía estas palabras que parecen un comentario a la primera
estrofa del «Adoro te devote» y una confirmación
de la experiencia que de ella se trasluce: «Si la majestad divina
se hubiera manifestado sensiblemente, no habríamos podido sostenerla
y nos habríamos rendido (deficeremus!) del todo por la reverencia,
la devoción y el estupor... La experiencia lo demuestra. Los
que se ejercitan en la fe y en el amor de este sacramento no consiguen
soportar la devoción que nace de una pura fe sin deshacerse en
lágrimas y sin que su alma, saliendo de sí misma, se licue
por la dulzura de la devoción, hasta el punto de no saber ya
dónde se encuentra ni por qué» [14]
La contemplación eucarística es todo menos indulgencia
al quietismo. Se ha observado cómo el hombre refleja en sí,
a veces también físicamente, lo que contempla. No se está
por mucho tiempo expuesto al sol sin que se note en la cara. Permaneciendo
prolongadamente y con fe, no necesariamente con fervor sensible, ante
el Santísimo asimilamos los pensamientos y los sentimientos de
Cristo, por vía no discursiva, sino intuitiva; casi «ex
opere operato».
Sucede como en el proceso de fotosíntesis de las plantas. En
primavera brotan de las ramas las hojas verdes; éstas absorben
de la atmósfera ciertos elementos que, bajo la acción
de la luz solar, se «fijan» y transforman en alimento de
la planta. ¡Tenemos que ser como esas hojas verdes! Son un símbolo
de las almas eucarísticas que, contemplando el «sol de
justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es
el Espíritu Santo mismo, en beneficio de todo el gran árbol
que es la Iglesia. En otras palabras, es lo que dice el apóstol
Pablo: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos
como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando
en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como
actúa el Señor, que es Espíritu» (2Co 3,18).
Si ahora, sin embargo, de estos fragmentos de luz que el autor del himno
nos ha hecho entrever volvemos con el pensamiento a nuestra realidad
y a nuestro pobre modo de estar ante la Eucaristía, nos arriesgamos
a sentirnos acobardados y desanimados. Sería del todo erróneo.
Es ya un aliento y un consuelo saber que estas experiencias son posibles;
que lo que nosotros mismos hemos tal vez experimentado en los momentos
de mayor fervor de nuestra vida y después perdido puede volver
a encenderse, gracias también al año eucarístico
que se nos ha dado a vivir.
Lo único que el Espíritu Santo requiere de nosotros es
sólo que le demos nuestro tiempo, aunque al principio pudiera
parecer tiempo perdido. Nunca olvidaré la lección que
un día se me dio al respecto. Decía a Dios: «Señor,
dame el fervor y yo te daré todo el tiempo que quieras para la
oración». En mi corazón hallé la respuesta:
«Raniero, dame tu tiempo y yo te daré todo el fervor que
quieras en la oración». Lo recuerdo por si puede servirle
a alguien como a mí.