MENSAJE
DEL SANTO PADRE PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 2005 |
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Yaundé,
Camerún, 11 de febrero de 2005 |
Cristo, esperanza de África |
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1. En 2005, a diez años de distancia, África acogerá nuevamente las celebraciones principales de la Jornada mundial del enfermo, que tendrán lugar en el santuario de María Reina de los Apóstoles, en Yaundé, Camerún. Esta elección ofrecerá la oportunidad de manifestar una solidaridad concreta a las poblaciones de ese continente, probadas por graves carencias sanitarias. Así, se dará un paso más en la actuación del compromiso que, hace diez años, los cristianos de África asumieron durante la tercera Jornada mundial del enfermo, es decir, el de ser "buenos samaritanos" de los hermanos y las hermanas en dificultad. En efecto, en la exhortación postsinodal Ecclesia in Africa, recogiendo las observaciones de muchos padres sinodales, escribí que "el África de hoy se puede comparar con aquel hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó; cayó en manos de salteadores que lo despojaron, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto (cf. Lc 10, 30-37)". Y añadí que "África es un continente en el que innumerables seres humanos, hombres y mujeres, niños y jóvenes, están tendidos, de algún modo, al borde del camino, enfermos, heridos, indefensos, marginados y abandonados. Tienen necesidad imperiosa de buenos samaritanos que vengan en su ayuda" (n. 41: AAS 88 [1996] 27).
Pero, por desgracia, esta armonía se ve hoy fuertemente turbada. Muchas enfermedades devastan el continente y, entre todas, en particular el azote del sida, "que siembra dolor y muerte en numerosas zonas de África" (ib., 116). Los conflictos y las guerras, que afectan a no pocas regiones africanas, hacen más difíciles las intervenciones encaminadas a prevenir y curar esas enfermedades. En los campos de prófugos y refugiados se encuentran a menudo personas privadas incluso de los víveres indispensables para la supervivencia. Exhorto, a los que tienen la posibilidad, a comprometerse a fondo, sin cesar, para poner fin a semejantes tragedias (cf. ib., 117). Asimismo, recuerdo a los responsables del comercio de armas lo que escribí en aquel documento: "Los que alimentan las guerras en África mediante el tráfico de armas son cómplices de odiosos crímenes contra la humanidad" (ib., 118).
Los obispos que participaron en el mencionado Sínodo para África de 1994, refiriéndose al influjo que los comportamientos sexuales irresponsables tienen en la difusión de la enfermedad, formularon una recomendación que quisiera volver a proponer aquí: "El afecto, la alegría, la felicidad y la paz que proporcionan el matrimonio cristiano y la fidelidad, así como la seguridad que da la castidad, deben ser siempre presentados a los fieles, sobre todo a los jóvenes" (ib., 116).
Merecen nuestra felicitación las industrias farmacéuticas que se comprometen a mantener bajos los precios de los medicamentos necesarios para la curación del sida. Ciertamente, hacen falta recursos económicos para la investigación científica en el campo sanitario, y también resultan necesarios otros recursos para comercializar los medicamentos descubiertos, pero ante emergencias como la del sida, la salvaguardia de la vida humana debe anteponerse a cualquier otra valoración. A los agentes pastorales les pido que "ofrezcan a los hermanos y hermanas afectados por el sida todo el alivio posible, moral y espiritual. A los hombres de ciencia y a los responsables políticos de todo el mundo suplico con viva insistencia que, movidos por el amor y el respeto que se deben a toda persona humana, no escatimen medios capaces de poner fin a este azote" (ib.). En particular, quisiera recordar aquí con admiración a los numerosos profesionales de la salud, a los asistentes religiosos y a los voluntarios que, como buenos samaritanos, gastan su vida junto a las víctimas del sida y cuidan de sus familiares. A este propósito, es valioso el servicio que prestan miles de instituciones sanitarias católicas socorriendo, a veces de modo heroico, a cuantos en África están afectados por todo tipo de enfermedades, especialmente el sida, la malaria y la tuberculosis. Durante los últimos años he podido constatar que mis exhortaciones en favor de las víctimas del sida no han sido vanas. He comprobado con satisfacción que diversos países e instituciones han sostenido, coordinando los esfuerzos, campañas concretas de prevención y asistencia a los enfermos.
La atención de la Iglesia a los problemas de África no está motivada sólo por razones de compasión filantrópica hacia el hombre necesitado; está estimulada también por la adhesión a Cristo redentor, cuyo rostro reconoce en los rasgos de toda persona que sufre. Por tanto, es la fe lo que la impulsa a comprometerse a fondo en la curación de los enfermos, como lo ha hecho siempre a lo largo de la historia. Es la esperanza lo que la capacita para perseverar en esta misión, a pesar de los obstáculos de todo tipo que encuentra. Por último, es la caridad la que le sugiere el enfoque correcto de las diversas situaciones, permitiéndole percibir las peculiaridades de cada una y afrontarlas. Con esta actitud de profunda comunión, la Iglesia sale al encuentro de los heridos de la vida, para ofrecerles el amor de Cristo mediante las numerosas formas de ayuda que la "creatividad de la caridad" (Novo millennio ineunte, 50) le sugiere para socorrerlos. A cada uno le repite: ¡Ánimo! Dios no te ha olvidado. Cristo sufre contigo. Y tú, ofreciendo tus sufrimientos, puedes colaborar con él en la redención del mundo.
En Cristo está la esperanza de la verdadera y plena salud; la salvación que él trae es la verdadera respuesta a los interrogantes últimos del hombre. No existe contradicción entre la salud terrena y la salud eterna, dado que el Señor murió por la salud integral del hombre y de todos los hombres (cf. 1 P 1, 2-5; liturgia del Viernes santo, Adoración de la cruz). La salvación constituye el contenido final de la nueva alianza. Por tanto, en la próxima Jornada mundial del enfermo queremos proclamar la esperanza de la plena salud para África y para toda la humanidad, comprometiéndonos a trabajar con mayor determinación al servicio de esta gran causa.
María santísima nos ofrece una anticipación elocuente de esta realidad escatológica, especialmente a través de los misterios de su Inmaculada Concepción y de su Asunción al cielo. En ella, concebida sin ninguna sombra de pecado, es total la disponibilidad tanto a la voluntad divina como al servicio de los hombres, y, en consecuencia, es plena la armonía profunda de la que brota la alegría. Por tanto, con razón nos dirigimos a ella invocándola como "Causa de nuestra alegría". La alegría que nos da la Virgen es una alegría que permanece incluso en medio de las pruebas. Sin embargo, pensando en el África dotada de inmensos recursos humanos, culturales y religiosos, pero afligida también por indecibles sufrimientos, aflora espontáneamente a los labios una ferviente oración: |
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María,
Virgen Inmaculada,
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Vaticano, 8 de septiembre de 2004 Juan Pablo II |