INTRODUCCIÓN
        1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el 
        segundo milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración 
        apreciada por numerosos santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez 
        y profundidad, sigue siendo también en este tercer milenio, apenas 
        iniciado, una oración de gran significado, destinada a producir 
        frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo 
        que, después de dos
        mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, 
        y se siente a ejemplo de su Santísima Madre. En efecto, rezar el 
        Rosario es, en realidad, contemplar con María el rostro de Cristo. 
        Para dar mayor realce a esta invitación, con ocasión del 
        próximo 120º aniversario de la mencionada Encíclica 
        de León XIII, deseo que a lo largo del año se proponga y 
        valore de manera particular esta oración en las diversas comunidades 
        cristianas. Por tanto, proclamo el año que va de este octubre a 
        octubre de 2003 Año del Rosario.
        Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad 
        eclesial. Con ella no quiero obstaculizar, sino más bien integrar 
        y consolidar, los planes pastorales de las Iglesias particulares. Confío 
        en que sea acogida con prontitud y generosidad. El Rosario, comprendido 
        en su pleno significado, conduce al corazón mismo de la vida cristiana 
        y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda, espiritual y pedagógica, 
        para la contemplación personal, la formación del Pueblo 
        de Dios y la nueva evangelización. Me es grato reiterarlo recordando 
        con gozo también otro aniversario: el 40º aniversario del 
        comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962), 
        el «gran don de gracia» dispensada por el espíritu 
        de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo.7
        Objeciones al Rosario 
        4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones. 
        La primera se refiere a la urgencia de afrontar una cierta crisis de esta 
        oración que, en el actual contexto histórico y teológico, 
        corre el riesgo de ser subestimada injustamente y, por tanto, poco propuesta 
        a las nuevas generaciones. Hay quien piensa que la centralidad de la liturgia, 
        acertadamente subrayada por el Concilio Ecuménico Vaticano II, 
        tenga necesariamente como consecuencia una disminución de la importancia 
        del Rosario. En realidad, como puntualizó Pablo VI, esta oración 
        no sólo no se opone a la Liturgia, sino que le da soporte, ya que 
        la introduce y la recuerda, ayudando a vivirla con plena participación 
        interior, recogiendo así sus frutos en la vida cotidiana.
        Quizás hay también quien teme que pueda resultar poco ecuménica 
        por su carácter marcadamente mariano. En realidad, se sitúa 
        en el más límpido horizonte del culto a la Madre de Dios, 
        tal como el Concilio ha establecido: un culto orientado al centro cristológico 
        de la fe cristiana, de modo que «mientras es honrada la Madre, el 
        Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado».8 Comprendido 
        adecuadamente, el Rosario es una ayuda, no un obstáculo para el 
        ecumenismo.
        Vía de contemplación
        5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación 
        la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido 
        para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del 
        misterio cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica Novo 
        millennio ineunte como verdadera y propia «pedagogía de la 
        santidad»: «Es necesario un cristianismo que se distinga ante 
        todo en el arte de la oración».9 Mientras en la cultura contemporánea, 
        incluso entre tantas contradicciones, aflora una nueva exigencia de espiritualidad, 
        impulsada también por influjo de otras religiones, es más 
        urgente que nunca que nuestras comunidades cristianas se conviertan en 
        «auténticas escuelas de oración».10
        El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición 
        de la contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración 
        típicamente meditativa y se corresponde de algún modo con 
        la «oración del corazón», u «oración 
        de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.
        Oración por la paz y por la familia
        6. Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso 
        a la propagación del Rosario. Ante todo, la urgencia de implorar 
        de Dios el don de la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por 
        mis predecesores y por mí mismo como oración por la paz. 
        Al inicio de un milenio que se ha abierto con las horrorosas escenas del 
        atentado del 11 de septiembre de 2001 y que ve cada día en muchas 
        partes del mundo nuevos episodios de sangre y violencia, promover el Rosario 
        significa sumirse en la contemplación del misterio de Aquel que 
        «es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando 
        el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2,14). No se puede, 
        pues, recitar el Rosario sin sentirse implicados en un compromiso concreto 
        de servir a la paz, con una particular atención a la tierra de 
        Jesús, aún ahora tan atormentada y tan querida por el corazón 
        cristiano.
        Otro ámbito crucial de nuestro tiempo que requiere una urgente 
        atención y oración es el de la familia, célula de 
        la sociedad, amenazada cada vez más por fuerzas disgregadoras, 
        tanto de índole ideológica empujado por el Espíritu 
        de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, 
        más aún, «proclamar» a Cristo al mundo como 
        Señor y Salvador, «el camino, la verdad y la vida» 
        (Jn 14,6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen 
        los deseos de la historia y de la civilización».1
        El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, 
        es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad 
        de sus partes, encierra en sí la profundidad de todo el mensaje 
        evangélico, del cual es como un compendio.2 En él resuena 
        la oración de María, su perenne Magníficat por la 
        obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, 
        el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del 
        rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante 
        el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas 
        de las mismas manos de la Madre del Redentor.
        Los Romanos Pontífices y el Rosario
        2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis 
        predecesores. Un mérito particular a este respecto corresponde 
        a León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la 
        Encíclica Supremi apostolatus officio,3 importante declaración 
        con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, 
        indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de 
        la sociedad. Entre los Papas más recientes que, en la época 
        conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo 
        recordar al beato Juan XXIII4 y, sobre todo, a Pablo VI, que en la Exhortación 
        apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración 
        del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter evangélico 
        del Rosario y su orientación cristológica.
        Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar 
        a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto 
        importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. 
        Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la 
        visita al santuario de Kalwaria. El Rosario me ha acompañado en 
        los momentos de alegría y en los de tribulación. A él 
        he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado 
        consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos 
        semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como 
        abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi 
        oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en 
        su sencillez y en su profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario 
        es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el último 
        capítulo de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, 
        capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de Dios 
        en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo 
        de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales 
        de la vida de Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de misterios 
        gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con 
        Jesús a través -podríamos decir- del Corazón 
        de su Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón puede incluir en 
        estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, 
        la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias 
        personales o del prójimo, sobre todo de las personas más 
        cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo, 
        la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana».5
        Con estas palabras, mis queridos hermanos y hermanas, introducía 
        mi primer año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. 
        Hoy, al inicio del vigésimo quinto año de servicio como 
        Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo. ¡Cuántas gracias 
        he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario 
        en estos años: Magníficat anima mea Dominum! Deseo elevar 
        mi agradecimiento al Señor con las palabras de su Madre Santísima, 
        bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!
        Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario
        3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica 
        Novo millennio ineunte, en la que, después de la experiencia jubilar, 
        he invitado al Pueblo de Dios «a caminar desde Cristo»,6 he 
        sentido la necesidad de desarrollar una reflexión sobre el Rosario, 
        en cierto modo como coronación mariana de dicha Carta apostólica, 
        para exhortar a la contemplación del rostro de Cristo en compañía 
        y como práctica, que hacen temer por el futuro de esta fundamental 
        e irrenunciable institución y, con ella, por el destino de toda 
        la sociedad. En el marco de una pastoral familiar más amplia, fomentar 
        el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrarrestar 
        los efectos desoladores de esta crisis actual.
        « ¡Ahí tienes a tu madre! » (Jn 19,27)
        7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce 
        también hoy, precisamente a través de esta oración, 
        aquella solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia que el 
        Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo 
        predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 
        19,26). Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre 
        de Cristo, entre el siglo XIX y XX, hizo de algún modo notar su 
        presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma 
        de oración contemplativa. Deseo en particular recordar, por la 
        incisiva influencia que conservan en la vida de los cristianos y por el 
        acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes 
        y de Fátima,11 cuyos Santuarios son meta de numerosos peregrinos, 
        en busca de consuelo y de esperanza.
        Tras las huellas de los testigos
        8. Sería imposible citar la multitud innumerable de santos que 
        han encontrado en el Rosario un auténtico camino de santificación. 
        Bastará con recordar a san Luis María Grignion de Montfort, 
        autor de una preciosa obra sobre el Rosario12 y, más cercano a 
        nosotros, al padre Pío de Pietrelcina, que recientemente he tenido 
        la alegría de canonizar. Un especial carisma como verdadero apóstol 
        del Rosario tuvo también el beato Bartolomé Longo. Su camino 
        de santidad se apoya sobre una inspiración sentida en lo más 
        hondo de su corazón: «¡Quien propaga el Rosario se 
        salva!».13 Basándose en ello, se sintió llamado a 
        construir en Pompeya un templo dedicado a la Virgen del Santo Rosario 
        colindante con los restos de la antigua ciudad, apenas influenciada por 
        el anuncio cristiano antes de quedar cubierta por la erupción del 
        Vesubio en el año 79 y rescatada de sus cenizas siglos después, 
        como testimonio de las luces y las sombras de la civilización clásica. 
        
        Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince 
        Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el núcleo 
        cristológico y contemplativo del Rosario, que contó con 
        un particular aliento y apoyo en León XIII, el «Papa del 
        Rosario». 
        
CAPÍTULO I CONTEMPLAR A CRISTO CON MARÍA
          Un rostro brillante como el sol
          9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso 
          brillante como el sol» (Mt 17,2). La escena evangélica 
          de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles 
          Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, 
          puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. 
          Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino 
          ordinario y doloroso de su humanidad hasta percibir su fulgor divino 
          manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha 
          del Padre es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por 
          tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos 
          a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo 
          el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. 
          Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: 
          «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos 
          vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así 
          es como actúa el Señor, que es Espíritu» 
          (2 Cor 3,18).
          María modelo de contemplación
          10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo 
          insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha 
          sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de ella 
          una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente 
          más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad 
          de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los 
          ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él 
          ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu 
          Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar 
          sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se 
          vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando 
          lo «envolvió en pañales y le acostó en un 
          pesebre» (Lc 2,7).
          Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, 
          no se apartará jamás de Él. Será a veces 
          una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío 
          en el templo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» 
          (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de 
          leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos 
          escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2,5); 
          otras veces será una mirada dolorida, sobre todo al pie de la 
          cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada 
          de la «parturienta», ya que María no se limitará 
          a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino 
          que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado 
          a ella (cf. Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será 
          una mirada radiante por la alegría de la resurrección 
          y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu 
          en el día de Pentecostés (cf. Hch 1,14).
        Los recuerdos de María
          11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de 
          sus palabras: «Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su 
          corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51). Los recuerdos de Jesús, 
          impresos en su alma, la acompañan en todo momento, llevándola 
          a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto 
          al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto 
          sentido, el «rosario» que ella rezó constantemente 
          en los días de su vida terrena.
          Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén 
          celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias 
          y su alabanza. Ellos inspiran su solicitud materna hacia la Iglesia 
          peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su «papel» 
          de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes 
          los «misterios» de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, 
          para que puedan desplegar toda su fuerza salvadora. Cuando reza el Rosario, 
          la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo 
          y con la mirada de María.
          El Rosario, oración contemplativa
          12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, 
          es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, 
          se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin 
          contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre 
          el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas 
          y de contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, 
          no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados 
          en virtud de su locuacidad" (Mt 6,7). Por su naturaleza el rezo 
          del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca 
          en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, 
          vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más 
          cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza».14
          Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para 
          poner de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su 
          carácter de contemplación cristológica.
          Recordar a Cristo con María
          13. La contemplación de María es ante todo un recordar. 
          Conviene, sin embargo, entender esta palabra en el sentido bíblico 
          de la memoria (zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en 
          la historia de la salvación. La Biblia es narración de 
          acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en Cristo mismo. 
          Estos acontecimientos no son solamente un «ayer»; son también 
          el «hoy» de la salvación. Esta actualización 
          se realiza en particular en la Liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo 
          hace siglos no concierne solamente a los testigos directos de los acontecimientos, 
          sino que alcanza con su gracia a los hombres de cada época. Esto 
          vale también, en cierto modo, para toda consideración 
          piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de 
          ellos en actitud de fe y amor significa abrirse a la gracia que Cristo 
          nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección.
          Por esto, a la vez que se reafirma con el Concilio Vaticano II que la 
          Liturgia, como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, 
          es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, 
          al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza»,15 también 
          es necesario recordar que la vida espiritual «no se agota sólo 
          con la participación en la sagrada liturgia. El cristiano, aunque 
          está llamado a orar en común, debe entrar también 
          en su interior para orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6,6); 
          más aún: según enseña el Apóstol, 
          debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5,17)».16 El Rosario, 
          con su carácter específico, pertenece a este variado panorama 
          de la oración «incesante», y si la liturgia, acción 
          de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, 
          el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, 
          es contemplación saludable. En efecto, penetrar, de misterio 
          en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado 
          y la liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia 
          existencia.
          Comprender a Cristo desde María
          14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. 
          No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, 
          sino de «comprenderlo a Él». Pero en esto, ¿qué 
          maestra más experta que María? Si en el ámbito 
          divino el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la 
          plena verdad de Cristo (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,13), entre las criaturas 
          nadie mejor que ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos 
          en un conocimiento profundo de su misterio. 
          El primero de los «signos» llevado a cabo por Jesús 
          -la transformación del agua en vino en las bodas de Caná- 
          nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta 
          a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2,5). Y 
          podemos imaginar que ha desempeñado esta función con los 
          discípulos después de la Ascensión de Jesús, 
          cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu Santo 
          y los confortó en la primera misión. Recorrer con María 
          las escenas del Rosario es como ir a la «escuela» de María 
          para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.
          Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa 
          que ella la ejerce consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu 
          Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella 
          «peregrinación de la fe»,17 en la cual es maestra 
          incomparable. Ante cada misterio del Hijo, ella nos invita, como en 
          su Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que 
          conducen a la luz, para concluir siempre con la obediencia de la fe: 
          «He aquí la esclava del Señor, hágase en 
          mí según tu palabra» (Lc 1,38).
          Configurarse a Cristo con María
          15. La espiritualidad cristiana tiene como característica el 
          deber del discípulo de configurarse cada vez más plenamente 
          con su Maestro (cf. Rm 8,29; Flp 3,10.21). La efusión del Espíritu 
          en el bautismo une al creyente como el sarmiento a la vid, que es Cristo 
          (cf. Jn 15,5), lo hace miembro de su Cuerpo místico (cf. 1 Cor 
          12,12; Rm 12,5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de corresponder 
          un camino de adhesión creciente a Él, que oriente cada 
          vez más el comportamiento del discípulo según la 
          «lógica» de Cristo: «Tened entre vosotros los 
          mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2,5). Hace falta, según 
          las palabras del Apóstol, «revestirse de Cristo» 
          (cf. Rm 13,14; Ga 3,27).
          En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación 
          incesante del rostro de Cristo -en compañía de María-, 
          este exigente ideal de configuración con Él se consigue 
          a través de una asiduidad que pudiéramos llamar «amistosa». 
          Esta configuración nos introduce de modo natural en la vida de 
          Cristo y nos hace como «respirar» sus sentimientos. Acerca 
          de esto dice el beato Bartolomé Longo: «Como dos amigos, 
          frecuentándose, suelen parecerse también en las costumbres, 
          así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la 
          Virgen, al meditar los misterios del Rosario, y formando juntos una 
          misma vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de 
          nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y aprender de estos eminentes 
          ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido, paciente y perfecto».18
          Además, mediante este proceso de configuración con Cristo, 
          en el Rosario nos encomendamos en particular a la acción materna 
          de la Santísima Virgen. Ella, que es la madre de Cristo y a la 
          vez miembro de la Iglesia como «miembro supereminente y completamente 
          singular»,19 es al mismo tiempo «Madre de la Iglesia». 
          Como tal «engendra» continuamente hijos para el Cuerpo místico 
          del Hijo. Lo hace mediante su intercesión, implorando para ellos 
          la efusión inagotable del Espíritu. Ella es el icono perfecto 
          de la maternidad de la Iglesia.
          El Rosario nos transporta místicamente junto a María, 
          dedicada a seguir el crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. 
          Eso le permite educarnos y modelarnos con la misma solicitud, hasta 
          que Cristo «sea formado» plenamente en nosotros (cf. Ga 
          4,19). Esta acción de María, basada totalmente en la de 
          Cristo y subordinada radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna 
          manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo».20 
          Es el principio iluminador expresado por el Concilio Vaticano II, que 
          tan intensamente he experimentado en mi vida, haciendo de él 
          la base de mi lema episcopal: Totus tuus.21 Un lema, como es sabido, 
          inspirado en la doctrina de san Luis María Grignion de Montfort, 
          que explicó de la siguiente manera el papel de María en 
          el proceso de configuración de cada uno de nosotros con Cristo: 
          «Como quiera que toda nuestra perfección consiste en ser 
          conformes, unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta 
          de las devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une 
          y nos consagra lo más perfectamente posible a Jesucristo. Ahora 
          bien, siendo María, de todas las criaturas, la más conforme 
          a Jesucristo, se sigue que, de todas las devociones, la que más 
          consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, 
          su santísima Madre, y que cuanto más consagrada esté 
          un alma a la Santísima Virgen, tanto más lo estará 
          a Jesucristo».22 Verdaderamente, en el Rosario el camino de Cristo 
          y el de María se encuentran profundamente unidos. María 
          no vive más que en Cristo y en función de Cristo.
          Rogar a Cristo con María
          16. Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza 
          para ser escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; 
          llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). El fundamento de esta 
          eficacia de la oración es la bondad del Padre, pero también 
          la mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2,1) y la acción 
          del Espíritu Santo, que «intercede por nosotros» 
          (Rm 8,26-27) según los designios de Dios. En efecto, nosotros 
          «no sabemos cómo pedir» (Rm 8,26) y a veces no somos 
          escuchados porque pedimos mal (cf. St 4,2-3).
          Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen 
          brotar en nuestro corazón, interviene María con su intercesión 
          materna. «La oración de la Iglesia está como apoyada 
          en la oración de María».23 Efectivamente, si Jesús, 
          único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, 
          pura transparencia de Él, muestra el Camino, y «a partir 
          de esta cooperación singular de María a la acción 
          del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración 
          a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo 
          manifestada en sus misterios».24 En las bodas de Caná, 
          el Evangelio muestra precisamente la eficacia de la intercesión 
          de María, que se hace portavoz ante Jesús de las necesidades 
          humanas: «No tienen vino» (Jn 2,3).
          El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria 
          insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna 
          intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo. Ella 
          es «omnipotente por gracia», como, con audaz expresión 
          que debe entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el Beato 
          Bartolomé Longo.25 Esta certeza, basada en el Evangelio, se ha 
          ido consolidando por experiencia en el pueblo cristiano. El eminente 
          poeta Dante la interpreta estupendamente, siguiendo a san Bernardo, 
          cuando canta: «Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien 
          desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas».26 
          En el Rosario, mientras suplicamos a María, templo del Espíritu 
          Santo (cf. Lc 1,35), ella intercede por nosotros ante el Padre que la 
          llenó de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando con 
          nosotros y por nosotros.
          Anunciar a Cristo con María
          17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización, 
          en el que el misterio de Cristo es presentado continuamente en los diversos 
          aspectos de la experiencia cristiana. Es una presentación orante 
          y contemplativa, que trata de modelar al cristiano según el corazón 
          de Cristo. Efectivamente, si en el rezo del Rosario se valoran adecuadamente 
          todos sus elementos para una meditación eficaz, se da, especialmente 
          en la celebración comunitaria en las parroquias y los santuarios, 
          una significativa oportunidad catequética que los pastores deben 
          saber aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también 
          de este modo su obra de anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra 
          cómo esta oración fue utilizada especialmente por los 
          Dominicos en un momento difícil para la Iglesia a causa de la 
          difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos desafíos. 
          ¿Por qué no volver a tomar en la mano las cuentas del 
          rosario con la fe de quienes nos han precedido? El Rosario conserva 
          toda su fuerza y sigue siendo un recurso importante en el bagaje pastoral 
          de todo buen evangelizador.
        CAPÍTULO II MISTERIOS DE CRISTO, MISTERIOS DE LA MADRE
          El Rosario, «compendio del Evangelio»
          18. A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega 
          escuchando, en el Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie 
          conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11,27). Cerca de Cesarea 
          de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús puntualiza 
          de dónde proviene esta clara intuición sobre su identidad: 
          «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que 
          está en los cielos» (Mt 16,17). Así pues, es necesaria 
          la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es indispensable 
          ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del silencio 
          y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede 
          madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, 
          fiel y coherente, de aquel misterio».27
          El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración 
          cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo. 
          Así lo describía el Papa Pablo VI: «Oración 
          evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, 
          el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente 
          cristológica. En efecto, su elemento más característico 
          -la repetición litánica del "Dios te salve, María"- 
          se convierte también en alabanza constante a Cristo, término 
          último del anuncio del Ángel y del saludo de la madre 
          del Bautista: "Bendito el fruto de tu seno" (Lc 1,42). Diremos 
          más: la repetición del Ave María constituye el 
          tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios: 
          el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo que la 
          sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo 
          de Dios y de la Virgen».28
          Una incorporación oportuna
          19. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como 
          se ha consolidado en la práctica más común corroborada 
          por la autoridad eclesial, sólo considera algunos. Dicha selección 
          proviene del contexto original de esta oración, que se organizó 
          teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de los Salmos.
          No obstante, para resaltar el carácter cristológico del 
          Rosario, considero oportuna una incorporación que, si bien se 
          deja a la libre consideración de los individuos y de la comunidad, 
          les permita contemplar también los misterios de la vida pública 
          de Cristo desde el bautismo a la pasión. En efecto, en estos 
          misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de Cristo 
          como revelador definitivo de Dios. Él es quien, declarado Hijo 
          predilecto del Padre en el bautismo en el Jordán, anuncia la 
          llegada del Reino, dando testimonio de él con sus obras y proclamando 
          sus exigencias. Durante la vida pública es cuando el misterio 
          de Cristo se manifiesta de manera especial como misterio de luz: «Mientras 
          estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9,5).
          Así pues, para que pueda decirse que el Rosario es más 
          plenamente «compendio del Evangelio», es conveniente que, 
          tras haber recordado la encarnación y la vida oculta de Cristo 
          (misterios de gozo), y antes de considerar los sufrimientos de la pasión 
          (misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección (misterios 
          de gloria), la meditación se centre también en algunos 
          momentos particularmente significativos de la vida pública (misterios 
          de luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin perjudicar 
          ningún aspecto esencial de la estructura tradicional de esta 
          oración, se orienta a hacerla vivir con renovado interés 
          en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a 
          la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, 
          de dolor y de gloria.
          Misterios de gozo
          20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza 
          efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la Encarnación. 
          Esto es evidente desde la Anunciación, cuando el saludo de Gabriel 
          a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría 
          mesiánica: «Alégrate, María». A este 
          anuncio apunta toda la historia de la salvación; es más, 
          en cierto modo, la historia misma del mundo. En efecto, si el designio 
          del Padre es recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Ef 1,10), el 
          don divino con el que el Padre se acerca a María para hacerla 
          Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la humanidad 
          está como implicada en el fiat con el que ella responde prontamente 
          a la voluntad de Dios.
          El júbilo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, donde 
          la voz misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen 
          «saltar de alegría» a Juan (cf. Lc 1,44). Repleta 
          de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento del divino 
          Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles 
          y anunciado a los pastores como «una gran alegría» 
          (Lc 2,10).
          Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de 
          la alegría, anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación 
          en el templo, a la vez que expresa la dicha de la consagración 
          y extasía al anciano Simeón, contiene también la 
          profecía de que el Niño será «señal 
          de contradicción» para Israel y de que una espada traspasará 
          el alma de la Madre (cf. Lc 2,34-35). Gozoso y dramático al mismo 
          tiempo es también el episodio de Jesús, a los 12 años, 
          en el templo. Aparece con su sabiduría divina mientras escucha 
          y pregunta, y desempeñando sustancialmente el papel de quien 
          «enseña». La revelación de su misterio de 
          Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquel radicalismo 
          evangélico que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona 
          hasta los más profundos lazos de afecto humano. Incluso José 
          y María, sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» 
          sus palabras (Lc 2,50).
          De este modo, meditar los misterios «gozosos» significa 
          adentrarse en los motivos últimos de la alegría cristiana 
          y en su sentido más profundo. Significa fijar la mirada sobre 
          lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre el sombrío 
          anuncio del misterio del dolor salvífico. María nos ayuda 
          a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos 
          que el cristianismo es ante todo evangelio, «buena noticia», 
          que tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona 
          de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo.
          Misterios de luz
          21. Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública 
          de Jesús, la contemplación nos lleva a los misterios que 
          se pueden llamar de manera especial «misterios de luz». 
          En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él es «la 
          luz del mundo» (Jn 8,12). Pero esta dimensión se manifiesta 
          sobre todo en los años de la vida pública, cuando anuncia 
          el evangelio del Reino. Deseando indicar a la comunidad cristiana cinco 
          momentos significativos -misterios «luminosos»- de esta 
          fase de la vida de Cristo, pienso que se pueden señalar: 1) su 
          bautismo en el Jordán; 2) su autorrevelación en las bodas 
          de Caná; 3) el anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 
          4) su Transfiguración; 5) la institución de la Eucaristía, 
          expresión sacramental del misterio pascual.
          Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona 
          misma de Jesús. Misterio de luz es ante todo el bautismo en el 
          Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace 
          "pecado" por nosotros (cf. 2 Cor 5,21), entra en el agua del 
          río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto 
          (cf. Mt 3,17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para 
          investirlo de la misión que le espera. Misterio de luz es el 
          comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2,1-12), cuando Cristo, 
          transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos 
          a la fe gracias a la intervención de María, la primera 
          creyente. Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús 
          anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión 
          (cf. Mc 1,15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él 
          con humilde fe (cf. Mc 2,3-13; Lc 7,47-48), iniciando así el 
          ministerio de misericordia que Él seguirá ejerciendo hasta 
          el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la 
          reconciliación confiado a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia 
          es la Transfiguración, que según la tradición tuvo 
          lugar en el monte Tabor. La gloria de la divinidad resplandece en el 
          rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles 
          extasiados para que lo «escuchen» (cf. Lc 9,35 par.) y se 
          dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, 
          a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección 
          y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo. Misterio de 
          luz es, por último, la institución de la Eucaristía, 
          en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las 
          especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad 
          «hasta el extremo» (Jn 13,1) y por cuya salvación 
          se ofrecerá en sacrificio. 
          Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María 
          queda en el trasfondo. Los evangelios apenas insinúan su eventual 
          presencia en algún que otro momento de la predicación 
          de Jesús (cf. Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia 
          en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. 
          Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná 
          acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, 
          que en el bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre 
          y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María 
          en Caná, y se convierte en su gran invitación materna 
          dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él 
          os diga» (Jn 2,5). Es una exhortación que introduce muy 
          bien las palabras y signos de Cristo durante su vida pública, 
          siendo como el telón de fondo mariano de todos los «misterios 
          de luz».
          Misterios de dolor
          22. Los evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. 
          La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica 
          del Vía Crucis, se ha detenido siempre en cada uno de los momentos 
          de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la revelación 
          del amor y la fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge 
          algunos momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar en 
          ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario meditativo 
          se abre con Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente 
          angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad 
          de la carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo 
          se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente a 
          todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre: «No se 
          haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42 par.). Este «sí» 
          suyo cambia el «no» de los progenitores en el Edén. 
          Y cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad 
          del Padre se manifiesta en los misterios siguientes, en los que, con 
          la flagelación, la coronación de espinas, la subida al 
          Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: Ecce 
          homo!
          En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino también 
          el sentido mismo del hombre. Ecce homo!: quien quiera conocer al hombre, 
          ha de saber descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en 
          Cristo, Dios que se humilla por amor «hasta la muerte y muerte 
          de cruz» (Flp 2,8). Los misterios de dolor llevan al creyente 
          a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz 
          junto a María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor 
          de Dios al hombre y sentir toda su fuerza regeneradora.
          Misterios de gloria
          23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse 
          a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!».29 
          El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando 
          al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse 
          en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión. 
          Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones 
          de su fe (cf. 1 Cor 15,14), y no solamente revive la alegría 
          de aquellos a los que Cristo se manifestó -los Apóstoles, 
          la Magdalena, los discípulos de Emaús-, sino también 
          el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva 
          vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión 
          pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada ella misma 
          con la Asunción, anticipando así, por especialísimo 
          privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección 
          de la carne. Al fin, coronada de gloria -como aparece en el último 
          misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los ángeles 
          y los santos, anticipación y culmen de la condición escatológica 
          de la Iglesia.
          En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el 
          Rosario considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, 
          que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, 
          avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta 
          para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, 
          como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes 
          a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, 
          en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran «icono» es 
          la escena de Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos 
          alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, 
          hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino 
          en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio 
          valiente de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda 
          su vida.
          De los "misterios" al "Misterio": el camino de María
          24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el santo Rosario no son 
          ciertamente exhaustivos, pero evocan lo esencial, preparando el alma 
          para gustar un conocimiento de Cristo que se alimenta continuamente 
          del manantial puro del texto evangélico. Cada rasgo de la vida 
          de Cristo, tal como lo narran los evangelistas, refleja aquel misterio 
          que supera todo conocimiento (cf. Ef 3,19). Es el misterio del Verbo 
          hecho carne, en el cual «reside toda la plenitud de la divinidad 
          corporalmente» (Col 2,9). Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica 
          insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando que «todo 
          en la vida de Jesús es signo de su Misterio».30 El «duc 
          in altum!» de la Iglesia en el tercer milenio se basa en la capacidad 
          de los cristianos de penetrar en «el perfecto conocimiento del 
          misterio de Dios, esto es, en Cristo, en el cual están ocultos 
          todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 
          2,2-3). La carta a los Efesios desea ardientemente a todos los bautizados: 
          «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, 
          arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor 
          de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis 
          llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3,17-19).
          El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el «secreto» 
          para abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo 
          y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. 
          Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio 
          y de escucha. Es, al mismo tiempo, el camino de una devoción 
          mariana consciente de la inseparable relación que une a Cristo 
          con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto 
          sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando ella no está 
          implicada directamente, por el hecho mismo de que ella vive de Él 
          y por Él. Haciendo nuestras en el Ave María las palabras 
          del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados 
          a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su 
          corazón, el «fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 
          1,42).
          Misterio de Cristo, «misterio» del hombre
          25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración 
          predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver. Dije 
          entonces que «el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la 
          vida humana».31
          A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de 
          Cristo, no es difícil profundizar en esta consideración 
          antropológica del Rosario. Una consideración más 
          radical de lo que puede parecer a primera vista. Quien contempla a Cristo 
          recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él 
          la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación 
          del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, 
          a partir de la Carta Encíclica Redemptor hominis: «Realmente, 
          el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo 
          Encarnado».32 El Rosario ayuda a abrirse a esta luz. Siguiendo 
          el camino de Cristo, en el cual el camino del hombre «es recapitulado»,33 
          desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen del 
          verdadero hombre. Contemplando su nacimiento aprende el carácter 
          sagrado de la vida; observando la casa de Nazaret se percata de la verdad 
          originaria de la familia según el designio de Dios; escuchando 
          al Maestro en los misterios de su vida pública encuentra la luz 
          para entrar en el Reino de Dios; y, siguiendo sus pasos hacia el Calvario, 
          comprende el sentido del dolor salvador. Por último, contemplando 
          a Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de 
          nosotros está llamado, si se deja sanar y transfigurar por el 
          Espíritu Santo. De este modo, se puede decir que cada misterio 
          del Rosario, bien meditado, ilumina el misterio del hombre.
          Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con la 
          santa humanidad del Redentor los numerosos problemas, afanes, fatigas 
          y proyectos que marcan nuestra vida. «Descarga en el señor 
          tu peso, y él te sustentará» (Sal 55,23). Meditar 
          con el Rosario significa poner nuestros afanes en los corazones misericordiosos 
          de Cristo y de su Madre. Después de largos años, recordando 
          los sinsabores, que no han faltado tampoco en el ejercicio del ministerio 
          petrino, deseo repetir, casi como una cordial invitación dirigida 
          a todos para que hagan de ello una experiencia personal: sí, 
          verdaderamente el Rosario «marca el ritmo de la vida humana», 
          para armonizarla con el ritmo de la vida divina, en gozosa comunión 
          con la Santísima Trinidad, destino y anhelo de nuestra existencia.
          CAPÍTULO III «PARA MÍ, LA VIDA ES CRISTO»
          El Rosario, camino de asimilación del misterio
          26. El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo 
          con un método característico, adecuado para favorecer 
          su asimilación. Se trata del método basado en la repetición. 
          Esto vale ante todo para el Ave María, que se repite diez veces 
          en cada misterio. Si consideramos superficialmente esta repetición, 
          se podría pensar que el Rosario es una práctica árida 
          y aburrida. En cambio, es muy diferente la consideración sobre 
          el rosario si se toma como expresión del amor que no se cansa 
          de dirigirse a la persona amada con manifestaciones que, a pesar de 
          ser parecidas en su expresión, son siempre nuevas por el sentimiento 
          que las inspira.
          En Cristo, Dios asumió verdaderamente un «corazón 
          de carne». Cristo no solamente tiene un corazón divino, 
          rico en misericordia y perdón, sino también un corazón 
          humano, capaz de todas las expresiones de afecto. A este respecto, si 
          necesitáramos un testimonio evangélico, no sería 
          difícil encontrarlo en el conmovedor diálogo de Cristo 
          con Pedro después de la Resurrección. «Simón, 
          hijo de Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le hace la pregunta, 
          y tres veces Pedro responde: «Señor, tú sabes que 
          te quiero» (cf. Jn 21,15-17). Más allá del sentido 
          específico del pasaje, tan importante para la misión de 
          Pedro, a nadie se le escapa la belleza de esta triple repetición, 
          en la cual la reiterada pregunta y la respuesta se expresan en términos 
          bien conocidos por la experiencia universal del amor humano. Para comprender 
          el Rosario, hace falta entrar en la dinámica psicológica 
          propia del amor.
          Una cosa está clara: si la repetición del Ave María 
          se dirige directamente a María, el acto de amor, con ella y por 
          ella, se dirige a Jesús. La repetición favorece el deseo 
          de una configuración cada vez más plena con Cristo, verdadero 
          «programa» de la vida cristiana. San Pablo lo enunció 
          con palabras ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la 
          muerte una ganancia» (Flp 1,21). Y también: «No vivo 
          yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). El 
          Rosario nos ayuda a crecer en esta configuración hasta la meta 
          de la santidad.
          Un método válido...
          27. No debe extrañarnos que la relación con Cristo se 
          sirva de la ayuda de un método. Dios se comunica con el hombre 
          respetando nuestra naturaleza y sus ritmos vitales. Por esto la espiritualidad 
          cristiana, incluso conociendo las formas más sublimes del silencio 
          místico, en el que todas las imágenes, palabras y gestos 
          son, en cierto modo, superados por la intensidad de una unión 
          inefable del hombre con Dios, se caracteriza normalmente por la implicación 
          de toda la persona, en su compleja realidad psicofísica y relacional.
          Esto aparece de modo evidente en la liturgia. Los sacramentos y los 
          sacramentales están estructurados con una serie de ritos relacionados 
          con las diversas dimensiones de la persona. También la oración 
          no litúrgica expresa la misma exigencia. Esto se confirma por 
          el hecho de que, en Oriente, la oración más característica 
          de la meditación cristológica, la que está centrada 
          en las palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad 
          de mí, pecador»,34 está vinculada tradicionalmente 
          con el ritmo de la respiración, que, mientras favorece la perseverancia 
          en la invocación, da como una consistencia física al deseo 
          de que Cristo se convierta en la respiración, el alma y el «todo» 
          de la vida.
          ... que, no obstante, se puede mejorar
          28. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte recordé 
          que en Occidente existe hoy también una renovada exigencia de 
          meditación, que encuentra a veces en otras religiones modalidades 
          bastante atractivas.35 Hay cristianos que, al conocer poco la tradición 
          contemplativa cristiana, se dejan atraer por tales propuestas. Sin embargo, 
          aunque éstas tengan elementos positivos y a veces integrables 
          con la experiencia cristiana, a menudo esconden un fondo ideológico 
          inaceptable. En dichas experiencias abunda también una metodología 
          que, pretendiendo alcanzar una alta concentración espiritual, 
          usas técnicas de tipo psicofísico, repetitivas y simbólicas. 
          El Rosario forma parte de este cuadro universal de la fenomenología 
          religiosa, pero tiene características propias, que responden 
          a las exigencias específicas de la vida cristiana.
          En efecto, el Rosario es un método para contemplar. Como método, 
          debe ser utilizado en relación al fin y no puede ser un fin en 
          sí mismo. Pero tampoco debe infravalorarse, dado que es fruto 
          de una experiencia secular. La experiencia de innumerables santos aboga 
          en su favor. Lo cual no impide que pueda ser mejorado. Precisamente 
          a esto se orienta la incorporación, en el ciclo de los misterios, 
          de la nueva serie de los mysteria lucis, junto con algunas sugerencias 
          sobre el rezo del Rosario que propongo en esta carta. Con ello, aunque 
          respetando la estructura firmemente consolidada de esta oración, 
          quiero ayudar a los fieles a comprenderla en sus aspectos simbólicos, 
          en sintonía con las exigencias de la vida cotidiana. De otro 
          modo, existe el riesgo de que esta oración no sólo no 
          produzca los efectos espirituales deseados, sino que el rosario mismo 
          con el que suele recitarse, acabe por considerarse un amuleto o un objeto 
          mágico, con una radical distorsión de su sentido y su 
          cometido.
          El enunciado del misterio
          29. Enunciar el misterio, y tener tal vez la oportunidad de contemplar 
          al mismo tiempo una imagen que lo represente, es como abrir un escenario 
          en el cual concentrar la atención. Las palabras conducen la imaginación 
          y el espíritu a aquel determinado episodio o momento de la vida 
          de Cristo. En la espiritualidad que se ha desarrollado en la Iglesia, 
          tanto a través de la veneración de imágenes que 
          enriquecen muchas devociones con elementos sensibles, como también 
          del método propuesto por san Ignacio de Loyola en los Ejercicios 
          Espirituales, se ha recurrido al elemento visual e imaginativo (la compositio 
          loci), considerándolo de gran ayuda para favorecer la concentración 
          del espíritu en el misterio. Por lo demás, es una metodología 
          que se corresponde con la lógica misma de la Encarnación: 
          Dios quiso asumir, en Jesús, rasgos humanos. Por medio de su 
          realidad corpórea, entramos en contacto con su misterio divino.
          El enunciado de los diversos misterios del Rosario se corresponde también 
          con esta exigencia de concreción. Es cierto que no sustituyen 
          al Evangelio ni tampoco se refieren a todas sus páginas. El Rosario, 
          por tanto, no reemplaza la lectio divina, sino que, por el contrario, 
          la supone y la promueve. Pero si los misterios considerados en el Rosario, 
          aun con el complemento de los mysteria lucis, se limita a las líneas 
          fundamentales de la vida de Cristo, a partir de ellos la atención 
          se puede extender fácilmente al resto del Evangelio, sobre todo 
          cuando el Rosario se reza en momentos especiales de prolongado recogimiento.
          La escucha de la palabra de Dios
          30. Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad a la meditación, 
          es útil que al enunciado del misterio siga la proclamación 
          del pasaje bíblico correspondiente, que puede ser más 
          o menos largo según las circunstancias. En efecto, otras palabras 
          nunca tienen la eficacia de la palabra inspirada. Ésta se debe 
          escuchar con la certeza de que es palabra de Dios, pronunciada para 
          hoy y «para mí».
          Acogida de este modo, la palabra entra en la metodología de la 
          repetición del Rosario sin el aburrimiento que produciría 
          la simple reiteración de una información ya conocida. 
          No, no se trata de recordar una información, sino de dejar «hablar» 
          a Dios. En alguna ocasión solemne y comunitaria, esta palabra 
          se puede ilustrar con algún breve comentario.
          El silencio 
          31. La escucha y la meditación se alimentan del silencio. Es 
          conveniente que, después de enunciar el misterio y proclamar 
          la Palabra, esperemos unos momentos antes de iniciar la oración 
          vocal, para fijar la atención sobre el misterio meditado. El 
          redescubrimiento del valor del silencio es uno de los secretos para 
          la práctica de la contemplación y la meditación. 
          Uno de los límites de una sociedad tan condicionada por la tecnología 
          y los medios de comunicación social es que el silencio se hace 
          cada vez más difícil. Así como en la liturgia se 
          recomienda que haya momentos de silencio, en el rezo del Rosario es 
          también oportuno hacer una breve pausa después de escuchar 
          la palabra de Dios, concentrando el espíritu en el contenido 
          de un determinado misterio.
          El «Padrenuestro»
          32. Después de haber escuchado la Palabra y centrado la atención 
          en el misterio, es natural que el alma se eleve hacia el Padre. Jesús, 
          en cada uno de sus misterios, nos lleva siempre al Padre, al cual Él 
          se dirige continuamente, porque descansa en su «seno» (cf. 
          Jn 1,18). Él nos quiere introducir en la intimidad del Padre 
          para que digamos con Él: «¡Abbá, Padre!» 
          (Rm 8,15; Ga 4,6). En esta relación con el Padre nos hace hermanos 
          suyos y entre nosotros, comunicándonos el Espíritu, que 
          es a la vez suyo y del Padre. El «Padrenuestro», puesto 
          como fundamento de la meditación cristológico-mariana 
          que se desarrolla mediante la repetición del Ave María, 
          hace que la meditación del misterio, aun cuando se tenga en soledad, 
          sea una experiencia eclesial.
          Las diez «Avemarías»
          33. Este es el elemento más extenso del Rosario y que a la vez 
          lo convierte en una oración mariana por excelencia. Pero precisamente 
          a la luz del Ave María, bien entendida, es donde se nota con 
          claridad que el carácter mariano no se opone al cristológico, 
          sino que más bien lo subraya y lo exalta. En efecto, la primera 
          parte del Ave María, tomada de las palabras dirigidas a María 
          por el ángel Gabriel y por santa Isabel, es contemplación 
          adorante del misterio que se realiza en la Virgen de Nazaret. Expresan, 
          por así decir, la admiración del cielo y de la tierra 
          y, en cierto sentido, dejan entrever la complacencia de Dios mismo al 
          ver su obra maestra -la encarnación del Hijo en el seno virginal 
          de María-, análogamente a la mirada de aprobación 
          del Génesis (cf. Gn 1,31), aquel «pathos con el que Dios, 
          en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos».36 
          Repetir en el Rosario el Ave María nos acerca a la complacencia 
          de Dios: es júbilo, asombro, reconocimiento del milagro más 
          grande de la historia. Es el cumplimiento de la profecía de María: 
          «Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» 
          (Lc 1,48).
          El centro del Ave María, casi como engarce entre la primera y 
          la segunda parte, es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo 
          apresurado, no se percibe este aspecto central y tampoco la relación 
          con el misterio de Cristo que se está contemplando. Pero es precisamente 
          el relieve que se da al nombre de Jesús y a su misterio lo que 
          caracteriza un rezo consciente y fructuoso del Rosario. Ya Pablo VI 
          recordó en la Exhortación apostólica Marialis cultus 
          la costumbre, practicada en algunas regiones, de realzar el nombre de 
          Cristo añadiéndole una cláusula evocadora del misterio 
          que se está meditando.37 Es una costumbre loable, especialmente 
          en la plegaria pública. Expresa con intensidad la fe cristológica, 
          aplicada a los diversos momentos de la vida del Redentor. Es profesión 
          de fe y, al mismo tiempo, ayuda a mantener atenta la meditación, 
          permitiendo vivir la función asimiladora, innata en la repetición 
          del Ave María, respecto al misterio de Cristo. Repetir el nombre 
          de Jesús -el único nombre del cual podemos esperar la 
          salvación (cf. Hch 4,12)- junto con el de su Madre Santísima, 
          y como dejando que ella misma nos lo sugiera, es un modo de asimilación, 
          que aspira a hacernos entrar cada vez más profundamente en la 
          vida de Cristo.
          De la especial relación con Cristo, que hace de María 
          la Madre de Dios, la Theotòkos, deriva, además, la fuerza 
          de la súplica con la que nos dirigimos a ella en la segunda parte 
          de la oración, confiando a su materna intercesión nuestra 
          vida y la hora de nuestra muerte.
          El «Gloria»
          34. La doxología trinitaria es la meta de la contemplación 
          cristiana. En efecto, Cristo es el camino que nos conduce al Padre en 
          el Espíritu. Si recorremos este camino hasta el final, nos encontramos 
          continuamente ante el misterio de las tres Personas divinas, a las que 
          es preciso alabar, adorar y dar gracias. Es importante que el Gloria, 
          culmen de la contemplación, sea bien resaltado en el Rosario. 
          En el rezo público podría ser cantado, para dar mayor 
          énfasis a esta perspectiva estructural y característica 
          de toda plegaria cristiana.
          En la medida en que la meditación del misterio haya sido atenta, 
          profunda, vivificada -de Avemaría en Avemaría- por el 
          amor a Cristo y a María, la glorificación trinitaria en 
          cada decena, en vez de reducirse a una rápida conclusión, 
          adquiere su justo tono contemplativo, como para levantar el espíritu 
          a la altura del Paraíso y hacer revivir, de algún modo, 
          la experiencia del Tabor, anticipación de la contemplación 
          futura: «Bueno es estarnos aquí» (Lc 9,33).
          La jaculatoria final
          35. Habitualmente, en el rezo del Rosario, a la doxología trinitaria 
          sigue una jaculatoria, que varía según las costumbres. 
          Sin quitar valor a tales invocaciones, parece oportuno señalar 
          que la contemplación de los misterios puede expresar mejor toda 
          su fecundidad si se procura que cada misterio concluya con una oración 
          dirigida a alcanzar los frutos específicos de la meditación 
          del misterio. De este modo, el Rosario puede expresar con mayor eficacia 
          su relación con la vida cristiana. Lo sugiere una bella oración 
          litúrgica, que nos invita a pedir que, meditando los misterios 
          del Rosario, lleguemos a «imitar lo que contienen y a conseguir 
          lo que prometen».38
          Como ya se hace, dicha oración final puede expresarse en varias 
          forma legítimas. El Rosario adquiere así también 
          una fisonomía más adecuada a las diversas tradiciones 
          espirituales y a las distintas comunidades cristianas. En esta perspectiva, 
          es de desear que se difundan, con el debido discernimiento pastoral, 
          las propuestas más significativas, experimentadas tal vez en 
          centros y santuarios marianos que cultivan particularmente la práctica 
          del Rosario, de modo que el pueblo de Dios pueda acceder a toda auténtica 
          riqueza espiritual, encontrando así una ayuda para la propia 
          contemplación.
          El «rosario»
          36. Instrumento tradicional para rezarlo es el rosario. En la práctica 
          más superficial, a menudo termina por ser un simple instrumento 
          para contar la sucesión de las Avemarías. Pero sirve también 
          para expresar un simbolismo, que puede dar ulterior densidad a la contemplación.
          A este propósito, lo primero que debe tenerse presente es que 
          el rosario está centrado en el Crucifijo, que abre y cierra el 
          proceso mismo de la oración. En Cristo se centra la vida y la 
          oración de los creyentes. Todo parte de Él, todo tiende 
          hacia Él, todo, a través de Él, en el Espíritu 
          Santo, llega al Padre.
          En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración, 
          el rosario evoca el camino incesante de la contemplación y de 
          la perfección cristiana. El Beato Bartolomé Longo lo consideraba 
          también como una «cadena» que nos une a Dios. Cadena, 
          sí, pero cadena dulce; así se manifiesta la relación 
          con Dios, que es Padre. Cadena «filial», que nos pone en 
          sintonía con María, la «sierva del Señor» 
          (Lc 1,38) y, en definitiva, con el propio Cristo, que, aun siendo Dios, 
          se hizo «siervo» por amor nuestro (Flp 2,7).
          Es también hermoso ampliar el significado simbólico del 
          rosario a nuestra relación recíproca, recordando de ese 
          modo el vínculo de comunión y fraternidad que nos une 
          a todos en Cristo. 
          Inicio y conclusión
          37. En la práctica corriente, hay varios modos de comenzar el 
          Rosario, según los diversos contextos eclesiales. En algunas 
          regiones se suele iniciar con la invocación del Salmo 69: «Dios 
          mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», 
          como para alimentar en el orante la humilde conciencia de su propia 
          indigencia; en otras, se comienza recitando el Credo, como haciendo 
          de la profesión de fe el fundamento del camino contemplativo 
          que se emprende. Éstos y otros modos similares, en la medida 
          en que disponen el alma para la contemplación, son usos igualmente 
          legítimos. La plegaria se concluye rezando por las intenciones 
          del Papa, para elevar la mirada de quien reza hacia el vasto horizonte 
          de las necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar esta proyección 
          eclesial del Rosario, la Iglesia ha querido enriquecerlo con santas 
          indulgencias para quien lo recita con las debidas disposiciones.
          En efecto, si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario 
          espiritual en el que María se hace madre, maestra, guía, 
          y sostiene al fiel con su poderosa intercesión. ¿Cómo 
          asombrarse, pues, si al final de esta oración, en la cual se 
          ha experimentado íntimamente la maternidad de María, el 
          espíritu siente necesidad de dedicar una alabanza a la Santísima 
          Virgen, bien con la espléndida oración de la Salve Regina, 
          bien con las Letanías lauretanas? Es como coronar un camino interior, 
          que ha llevado al fiel al contacto vivo con el misterio de Cristo y 
          de su Madre Santísima.
          La distribución en el tiempo
          38. El Rosario puede recitarse entero cada día, y hay quienes 
          así lo hacen de manera laudable. De ese modo, el Rosario impregna 
          de oración los días de muchos contemplativos, o sirve 
          de compañía a enfermos y ancianos que tienen mucho tiempo 
          disponible. Pero es obvio -y eso vale, con mayor razón, si se 
          añade el nuevo ciclo de los mysteria lucis- que muchos no podrán 
          recitar más que una parte, según un determinado orden 
          semanal. Esta distribución semanal da a los días de la 
          semana un cierto «color» espiritual, análogamente 
          a lo que hace la liturgia con las diversas fases del año litúrgico. 
          
          Según la praxis corriente, el lunes y el jueves están 
          dedicados a los «misterios gozosos», el martes y el viernes 
          a los «dolorosos», el miércoles, el sábado 
          y el domingo a los «gloriosos». ¿Dónde introducir 
          los «misterios de luz»? Considerando que los misterios gloriosos 
          se proponen seguidos el sábado y el domingo, y que el sábado 
          es tradicionalmente un día de marcado carácter mariano, 
          parece aconsejable trasladar al sábado la segunda meditación 
          semanal de los misterios gozosos, en los cuales la presencia de María 
          es más destacada. Queda así libre el jueves para la meditación 
          de los misterios de luz. 
          No obstante, esta indicación no pretende limitar una conveniente 
          libertad en la meditación personal y comunitaria, según 
          las exigencias espirituales y pastorales y, sobre todo, las coincidencias 
          litúrgicas que pueden sugerir oportunas adaptaciones. Lo verdaderamente 
          importante es que el Rosario se comprenda y se experimente cada vez 
          más como un itinerario contemplativo. Por medio de él, 
          de manera complementaria a cuanto se realiza en la liturgia, la semana 
          del cristiano, centrada en el domingo, día de la Resurrección, 
          se convierte en un camino a través de los misterios de la vida 
          de Cristo, y Él se consolida en la vida de sus discípulos 
          como Señor del tiempo y de la historia.
          CONCLUSIÓN
          «Rosario bendito de María, cadena dulce que nos unes con 
          Dios»
          39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza 
          de esta oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración 
          popular, pero también la profundidad teológica de una 
          oración adecuada para quien siente la exigencia de una contemplación 
          más intensa.
          La Iglesia ha visto siempre en esta oración una eficacia particular, 
          confiando las causas más difíciles a su rezo comunitario 
          y a su práctica constante. En momentos en los que la cristiandad 
          misma estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración 
          la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue considerada 
          como propiciadora de la salvación. 
          Hoy deseo confiar a la eficacia de esta oración -lo he señalado 
          al principio- la causa de la paz en el mundo y la de la familia.
          La paz
          40. Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo 
          del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención 
          de lo alto, capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones 
          conflictivas y de quienes dirigen los destinos de las naciones, puede 
          hacer esperar en un futuro menos oscuro.
          El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la 
          paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de 
          la paz y «nuestra paz» (Ef 2,14). Quien interioriza el misterio 
          de Cristo -y el Rosario tiende precisamente a eso- aprende el secreto 
          de la paz y hace de él un proyecto de vida. Además, debido 
          a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave 
          María, el Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora 
          que lo dispone a recibir y experimentar en la profundidad de su ser, 
          y a difundir a su alrededor, la paz verdadera, que es un don especial 
          del Resucitado (cf. Jn 14,27; 20,21). 
          Además, es oración por la paz también por los frutos 
          de caridad que produce. Si se recita bien, como verdadera oración 
          meditativa, el Rosario, al favorecer el encuentro con Cristo en sus 
          misterios, muestra también el rostro de Cristo en los hermanos, 
          especialmente en los que más sufren. ¿Cómo se podría 
          considerar, en los misterios gozosos, el misterio del Niño nacido 
          en Belén sin sentir el deseo de acoger, defender y promover la 
          vida, haciéndose cargo del sufrimiento de los niños en 
          todas las partes del mundo? ¿Cómo podrían seguirse 
          los pasos del Cristo revelador, en los misterios de la luz, sin proponerse 
          el testimonio de sus bienaventuranzas en la vida de cada día? 
          Y ¿cómo contemplar a Cristo cargado con la cruz y crucificado, 
          sin sentir la necesidad de hacerse sus «cireneos» en cada 
          hermano abatido por el dolor u oprimido por la desesperación? 
          Por último, ¿cómo se podría contemplar la 
          gloria de Cristo resucitado y a María coronada como Reina, sin 
          sentir el deseo de hacer este mundo más hermoso, más justo, 
          más cercano al proyecto de Dios?
          En definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos 
          hace también constructores de la paz en el mundo. Por su carácter 
          de petición insistente y comunitaria, en sintonía con 
          la invitación de Cristo a «orar siempre sin desfallecer» 
          (Lc 18,1), nos permite esperar que hoy se pueda vencer también 
          una «batalla» tan difícil como la de la paz. De este 
          modo, el Rosario, en vez de ser una huida de los problemas del mundo, 
          nos impulsa a examinarlos de manera responsable y generosa, y nos concede 
          la fuerza de afrontarlos con la certeza de la ayuda de Dios y con el 
          firme propósito de testimoniar en cada circunstancia la caridad, 
          «que es el vínculo de la perfección» (Col 
          3,14).
          La familia: los padres...
          41. Además de oración por la paz, el Rosario es también, 
          desde siempre, una oración de la familia y por la familia. Antes 
          esta oración era muy apreciada por las familias cristianas, y 
          ciertamente favorecía su comunión. Conviene no perder 
          esta preciosa herencia. Se ha de volver a rezar en familia y a rogar 
          por las familias, utilizando todavía esta forma de plegaria.
          Si en la Carta apostólica Novo millennio ineunte estimulé 
          la celebración de la Liturgia de las Horas por parte de los laicos 
          en la vida ordinaria de las comunidades parroquiales y de los diversos 
          grupos cristianos,39 deseo hacerlo igualmente con el Rosario. Se trata 
          de dos caminos no alternativos, sino complementarios, de la contemplación 
          cristiana. Pido, por tanto, a cuantos se dedican a la pastoral de las 
          familias que recomienden con convicción el rezo del Rosario.
          La familia que reza unida, permanece unida. El santo Rosario, por antigua 
          tradición, es una oración que se presta particularmente 
          para reunir a la familia. Contemplando a Jesús, cada uno de sus 
          miembros recupera también la capacidad de volverse a mirar a 
          los ojos, para comunicarse, solidarizarse, perdonarse recíprocamente 
          y comenzar de nuevo con un pacto de amor renovado por el Espíritu 
          de Dios.
          Muchos problemas de las familias contemporáneas, especialmente 
          en las sociedades económicamente más desarrolladas, derivan 
          de una creciente dificultad para comunicarse. No se consigue estar juntos 
          y, a veces, los raros momentos de reunión quedan absorbidos por 
          las imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia 
          significa introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy 
          distintas, las del misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen 
          de su Madre santísima. La familia que reza unida el Rosario reproduce 
          un poco el clima de la casa de Nazaret: Jesús está en 
          el centro, se comparten con él alegrías y dolores, se 
          ponen en sus manos las necesidades y proyectos, se obtienen de él 
          la esperanza y la fuerza para el camino.
          ... y los hijos
          42. Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración 
          el proceso de crecimiento de los hijos. ¿No es acaso el Rosario 
          el itinerario de la vida de Cristo desde su concepción, pasando 
          por la muerte, hasta la resurrección y la gloria? Hoy resulta 
          cada vez más difícil para los padres seguir a los hijos 
          en las diversas etapas de su vida. En la sociedad de la tecnología 
          avanzada, de los medios de comunicación social y de la globalización, 
          todo se ha acelerado, y cada día es mayor la distancia cultural 
          entre las generaciones. Los mensajes de todo tipo y las experiencias 
          más imprevisibles hacen mella pronto en la vida de los niños 
          y los adolescentes, y a veces es angustioso para los padres afrontar 
          los peligros que corren los hijos. Con frecuencia se encuentran ante 
          desilusiones fuertes, al constatar los fracasos de los hijos ante la 
          seducción de la droga, los atractivos de un hedonismo desenfrenado, 
          las tentaciones de la violencia o las formas tan diferentes del «sinsentido» 
          y la desesperación.
          Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos, 
          educándolos desde su tierna edad para este momento cotidiano 
          de «intervalo de oración» de la familia, ciertamente 
          no es la solución de todos los problemas, pero es una ayuda espiritual 
          que no se debe minimizar. Se puede objetar que el Rosario parece una 
          oración poco adecuada para los gustos de los chicos y los jóvenes 
          de hoy. Pero quizás esta objeción se basa en un modo poco 
          esmerado de rezarlo. Por otra parte, salvando su estructura fundamental, 
          nada impide que, para ellos, el rezo del Rosario -tanto en familia como 
          en los grupos- se enriquezca con oportunas aportaciones simbólicas 
          y prácticas, que favorezcan su comprensión y valorización. 
          ¿Por qué no probarlo? Una pastoral juvenil no derrotista, 
          apasionada y creativa -las Jornadas Mundiales de la Juventud han dado 
          buena prueba de ello- es capaz de dar, con la ayuda de Dios, pasos verdaderamente 
          significativos. Si el Rosario se presenta bien, estoy seguro de que 
          los jóvenes mismos serán capaces de sorprender una vez 
          más a los adultos, haciendo propia esta oración y rezándola 
          con el entusiasmo típico de su edad.
          El Rosario, un tesoro por recuperar
          43. Queridos hermanos y hermanas, una oración tan fácil, 
          y al mismo tiempo tan rica, merece de veras ser recuperada por la comunidad 
          cristiana. Hagámoslo sobre todo en este año, asumiendo 
          esta propuesta como una consolidación de la línea trazada 
          en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual se 
          han inspirado los planes pastorales de muchas Iglesias particulares 
          al programar los objetivos para el próximo futuro.
          Me dirijo en particular a vosotros, queridos hermanos en el episcopado, 
          sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en los 
          diversos ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de 
          la belleza del Rosario, os convirtáis en sus diligentes promotores.
          Confío también en vosotros, teólogos, para que, 
          realizando una reflexión a la vez rigurosa y sabia, basada en 
          la Palabra de Dios y sensible a la vivencia del pueblo cristiano, ayudéis 
          a descubrir los fundamentos bíblicos, las riquezas espirituales 
          y la validez pastoral de esta oración tradicional.
          Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados de manera particular 
          a contemplar el rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de María.
          Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición; 
          en vosotras, familias cristianas; en vosotros, enfermos y ancianos; 
          en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el 
          rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz de la Escritura, en 
          armonía con la liturgia y en el contexto de la vida cotidiana.
          ¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio 
          de mi vigésimo quinto año de pontificado, pongo esta Carta 
          apostólica en las manos de la Virgen María, postrándome 
          espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario edificado 
          por el beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago 
          mías con gusto las conmovedoras palabras con las que termina 
          la célebre Súplica a la Reina del Santo Rosario: «Oh 
          Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, 
          vínculo de amor que nos une a los ángeles, torre de salvación 
          contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común naufragio, 
          no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo 
          en la hora de la agonía. Para ti el último beso de la 
          vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será 
          tu suave nombre, oh Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, 
          oh Refugio de los pecadores, oh Soberana consoladora de los tristes. 
          Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo». 
          
          Vaticano, 16 octubre del año 2002, inicio del vigésimo 
          quinto de mi pontificado.