1. Las palabras de María en la Anunciación: «He 
          aquí la esclava del Señor; hágase en mí 
          según tu palabra» (Lc 1,38), ponen de manifiesto una actitud 
          característica de la religiosidad hebrea. Moisés, al comienzo 
          de la antigua alianza, como respuesta a la llamada del Señor, 
          se había declarado su siervo (cf. Ex 4,10; 14,31). Al llegar 
          la nueva alianza, también María responde a Dios con un 
          acto de libre sumisión y de consciente abandono a su voluntad, 
          manifestando plena disponibilidad a ser «la esclava del Señor».
          La expresión «siervo» de Dios se aplica en el Antiguo 
          Testamento a todos los que son llamados a ejercer una misión 
          en favor del pueblo elegido: Abraham (Gn 26,24), Isaac (Gn 24,14) Jacob 
          (Ex 32,13; Ez 37,25), Josué (Jos 24,29), David (2 Sm 7,8) etc. 
          Son siervos también los profetas y los sacerdotes, a quienes 
          se encomienda la misión de formar al pueblo para el servicio 
          fiel del Señor. El libro del profeta Isaías exalta en 
          la docilidad del «Siervo sufriente» un modelo de fidelidad 
          a Dios con la esperanza de rescate por los pecados del pueblo (cf, Is 
          42-53). También algunas mujeres brindan ejemplos de fidelidad, 
          como la reina Ester, que, antes de interceder por la salvación 
          de los hebreos, dirige una oración a Dios, llamándose 
          varias veces «tu sierva» (Est 4,17). 
          2. María, la «llena de gracia», al proclamarse «esclava 
          del Señor», desea comprometerse a realizar personalmente 
          de modo perfecto el servicio que Dios espera de todo su pueblo. Las 
          palabras: «He aquí la esclava del Señor» anuncian 
          a Aquel que dirá de sí mismo: «El Hijo del hombre 
          no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate 
          por muchos» (Mc 10,45; cf. Mt 20,28). Así, el Espíritu 
          Santo realiza entre la Madre y el Hijo una armonía de disposiciones 
          íntimas, que permitirá a María asumir plenamente 
          su función materna con respecto a Jesús, acompañándolo 
          en su misión de Siervo.
          En la vida de Jesús, la voluntad de servir es constante y sorprendente. 
          En efecto, como Hijo de Dios, hubiera podido con razón hacer 
          que le sirvieran. Al atribuirse el título de «Hijo del 
          hombre», a propósito del cual el libro de Daniel afirma: 
          «Todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán» 
          (Dn 7,14), hubiera podido exigir el dominio sobre los demás. 
          Por el contrario, al rechazar la mentalidad de su tiempo manifestada 
          mediante la aspiración de los discípulos a ocupar los 
          primeros lugares (cf. Mc 9,34) y mediante la protesta de Pedro durante 
          el lavatorio de los pies (cf. Jn 13,6), Jesús no quiere ser servido, 
          sino que desea servir hasta el punto de entregar totalmente su vida 
          en la obra de la redención. 
          3. También María, aun teniendo conciencia de la altísima 
          dignidad que se le había concedido, ante el anuncio del ángel 
          se declara de forma espontánea «esclava del Señor». 
          En este compromiso de servicio ella incluye también su propósito 
          de servir al prójimo, como lo demuestra la relación que 
          guardan el episodio de la Anunciación y el de la Visitación: 
          cuando el ángel le informa de que Isabel espera el nacimiento 
          de un hijo, María se pone en camino y «de prisa» 
          (Lc 1,39) acude a Galilea para ayudar a su prima en los preparativos 
          del nacimiento del niño, con plena disponibilidad. Así 
          brinda a los cristianos de todos los tiempos un modelo sublime de servicio.
          Las palabras «Hágase en mi según tu palabra» 
          (Lc 1,38), manifiestan en María, que se declara esclava del Señor, 
          una obediencia total a la voluntad de Dios. El optativo «hágase» 
          (génoito), que usa san Lucas, no sólo expresa aceptación, 
          sino también acogida convencida del proyecto divino, hecho propio 
          con el compromiso de todos sus recursos personales.
          4. María, acogiendo plenamente la voluntad divina, anticipa y 
          hace suya la actitud de Cristo que, según la carta a los Hebreos, 
          al entrar en el mundo, dice: «Sacrificio y oblación no 
          quisiste; pero me has formado un cuerpo (...). Entonces dije: ¡He 
          aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 
          10,5-7; Sal 40,7-9).
          Además, la docilidad de María anuncia y prefigura la que 
          manifestará Jesús durante su vida pública hasta 
          el Calvario. Cristo dirá: «Mi alimento es hacer la voluntad 
          del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). En esta 
          misma línea, María hace de la voluntad del Padre el principio 
          inspirador de toda su vida, buscando en ella la fuerza necesaria para 
          el cumplimiento de la misión que se le confió.
          Aunque en el momento de la Anunciación María no conoce 
          aún el sacrificio que caracterizará la misión de 
          Cristo, la profecía de Simeón le hará vislumbrar 
          el trágico destino de su Hijo (cf. Lc 2,34-35). 
          La Virgen se asociará a él con íntima participación. 
          Con su obediencia plena a la voluntad de Dios, María está 
          dispuesta a vivir todo lo que el amor divino tiene previsto para su 
          vida, hasta la «espada» que atravesará su alma.