1. El concilio Vaticano II, comentando el episodio de la Anunciación, 
          subraya de modo especial el valor del consentimiento de María 
          a las palabras del mensajero divino. A diferencia de cuanto sucede en 
          otras narraciones bíblicas semejantes, el ángel lo espera 
          expresamente: «El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento 
          de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación 
          para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así 
          también otra mujer contribuyera a la vida» (Lumen gentium, 
          56).
          La Lumen gentium recuerda el contraste entre el modo de actuar de Eva 
          y el de María, que san Ireneo ilustra así: «De la 
          misma manera que aquella -es decir, Eva- había sido seducida 
          por el discurso de un ángel, hasta el punto de alejarse de Dios 
          desobedeciendo a su palabra, así ésta -es decir, María- 
          recibió la buena nueva por el discurso de un ángel, para 
          llevar en su seno a Dios, obedeciendo a su palabra; y como aquélla 
          había sido seducida para desobedecer a Dios, ésta se dejó 
          convencer a obedecer a Dios; por ello, la Virgen María se convirtió 
          en abogada de la virgen Eva. Y de la misma forma que el género 
          humano había quedado sujeto a la muerte a causa de una virgen, 
          fue librado de ella por una Virgen; así la desobediencia de una 
          virgen fue contrarrestada por la obediencia de una Virgen...» 
          (Adv. Haer., 5, 19, 1).
          2. Al pronunciar su «sí» total al proyecto divino, 
          María es plenamente libre ante Dios. Al mismo tiempo, se siente 
          personalmente responsable ante la humanidad, cuyo futuro está 
          vinculado a su respuesta.
          Dios pone el destino de todos en las manos de una joven. El «sí» 
          de María es la premisa para que se realice el designio que Dios, 
          en su amor, trazó para la salvación del mundo.
          El Catecismo de la Iglesia católica resume de modo sintético 
          y eficaz el valor decisivo para toda la humanidad del consentimiento 
          libre de María al plan divino de la salvación: «La 
          Virgen María colaboró por su fe y obediencia libres a 
          la salvación de los hombres. Ella pronunció su "fiat" 
          "ocupando el lugar de toda la naturaleza humana". Por su obediencia, 
          ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes» 
          (n. 511).
          3. Así pues, María, con su modo de actuar, nos recuerda 
          la grave responsabilidad que cada uno tiene de acoger el plan divino 
          sobre la propia vida. Obedeciendo sin reservas a la voluntad salvífica 
          de Dios que se le manifestó a través de las palabras del 
          ángel, se presenta como modelo para aquellos a quienes el Señor 
          proclama bienaventurados, porque «oyen la palabra de Dios y la 
          guardan» (Lc 11,28). Jesús, respondiendo a la mujer que, 
          en medio de la multitud, proclama bienaventurada a su madre, muestra 
          la verdadera razón de ser de la bienaventuranza de María: 
          su adhesión a la voluntad de Dios, que la llevó a aceptar 
          la maternidad divina. 
          En la encíclica Redemptoris Mater puse de relieve que la nueva 
          maternidad espiritual, de la que habla Jesús, se refiere ante 
          todo precisamente a ella. En efecto, «¿no es tal vez María 
          la primera entre "aquellos que escuchan la palabra de Dios y la 
          cumplen"? Y por consiguiente, ¿no se refiere sobre todo 
          a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta 
          a las palabras de la mujer anónima?» (n. 20). Así, 
          en cierto sentido, a María se la proclama la primera discípula 
          de su Hijo (cf. ib.) y, con su ejemplo, invita a todos los creyentes 
          a responder generosamente a la gracia del Señor.
          4. El concilio Vaticano II destaca la entrega total de María 
          a la persona y a la obra de Cristo: «Se entregó totalmente 
          a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la 
          obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, 
          por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención» 
          (Lumen gentium, 56).
          Para María, la entrega a la persona y a la obra de Jesús 
          significa la unión íntima con su Hijo, el compromiso materno 
          de cuidar de su crecimiento humano y la cooperación en su obra 
          de salvación.
          María realiza este último aspecto de su entrega a Jesús 
          en dependencia de él, es decir, en una condición de subordinación, 
          que es fruto de la gracia. Pero se trata de una verdadera cooperación, 
          porque se realiza con él e implica, a partir de la anunciación, 
          una participación activa en la obra redentora. «Con razón, 
          pues, -afirma el concilio Vaticano II- creen los santos Padres que Dios 
          no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, 
          sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación 
          de los hombres. Ella, en efecto, como dice san Ireneo, "por su 
          obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el 
          género humano" (Adv. Haer., 3, 22, 4)» (ib.)
          María, asociada a la victoria de Cristo sobre el pecado de nuestros 
          primeros padres, aparece como la verdadera «madre de los vivientes» 
          (ib.). Su maternidad, aceptada libremente por obediencia al designio 
          divino, se convierte en fuente de vida para la humanidad entera.