1. En el episodio de la presentación de Jesús en el templo, 
          San Lucas subraya el destino mesiánico de Jesús. Según 
          el texto lucano, el objetivo inmediato del viaje de la Sagrada Familia 
          de Belén a Jerusalén es el cumplimiento de la Ley: «Cuando 
          se cumplieron los días de la purificación de ellos, según 
          la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén 
          para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley 
          del Señor: "Todo varón primogénito será 
          consagrado al Señor", y para ofrecer en sacrificio un par 
          de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley 
          del Señor» (Lc 2,22-24).
          Con este gesto, María y José manifiestan su propósito 
          de obedecer fielmente a la voluntad de Dios, rechazando toda forma de 
          privilegio. Su peregrinación al templo de Jerusalén asume 
          el significado de una consagración a Dios, en el lugar de su 
          presencia.
          María, obligada por su pobreza a ofrecer tórtolas o pichones, 
          entrega en realidad al verdadero Cordero que deberá redimir a 
          la humanidad, anticipando con su gesto lo que había sido prefigurado 
          en las ofrendas rituales de la antigua Ley.
          2. Mientras la Ley exigía sólo a la madre la purificación 
          después del parto, Lucas habla de «los días de la 
          purificación de ellos» (Lc 2,22), tal vez con la intención 
          de indicar a la vez las prescripciones referentes a la madre y a su 
          Hijo primogénito. 
          La expresión «purificación» puede resultarnos 
          sorprendente, pues se refiere a una Madre que, por gracia singular, 
          había obtenido ser inmaculada desde el primer instante de su 
          existencia, y a un Niño totalmente santo. Sin embargo, es preciso 
          recordar que no se trataba de purificarse la conciencia de alguna mancha 
          de pecado, sino solamente de recuperar la pureza ritual, la cual, de 
          acuerdo con las ideas de aquel tiempo, quedaba afectada por el simple 
          hecho del parto, sin que existiera ninguna clase de culpa.
          El evangelista aprovecha la ocasión para subrayar el vínculo 
          especial que existe entre Jesús, en cuanto «primogénito» 
          (Lc 2,7.23), y la santidad de Dios, así como para indicar el 
          espíritu de humilde ofrecimiento que impulsaba a María 
          y a José (cf. Lc 2,24). En efecto, el «par de tórtolas 
          o dos pichones» era la ofrenda de los pobres (cf. Lv 12,8).
          3. En el templo, José y María se encuentran con Simeón, 
          «hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de 
          Israel» (Lc 2,25).
          La narración lucana no dice nada de su pasado y del servicio 
          que desempeña en el templo; habla de un hombre profundamente 
          religioso, que cultiva en su corazón grandes deseos y espera 
          al Mesías, consolador de Israel. En efecto, «estaba en 
          él el Espíritu Santo» (Lc 2,25), y «le había 
          sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte 
          antes de haber visto al Mesías del Señor» (Lc 2,26). 
          Simeón nos invita a contemplar la acción misericordiosa 
          de Dios, que derrama el Espíritu sobre sus fieles para llevar 
          a cumplimiento su misterioso proyecto de amor.
          Simeón, modelo del hombre que se abre a la acción de Dios, 
          «movido por el Espíritu» (Lc 2,27), se dirige al 
          templo, donde se encuentra con Jesús, José y María. 
          Tomando al Niño en sus brazos, bendice a Dios: «Ahora, 
          Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se 
          vaya en paz» (Lc 2,29).
          Simeón, expresión del Antiguo Testamento, experimenta 
          la alegría del encuentro con el Mesías y siente que ha 
          logrado la finalidad de su existencia; por ello, dice al Altísimo 
          que lo puede dejar irse a la paz del más allá.
          En el episodio de la Presentación se puede ver el encuentro de 
          la esperanza de Israel con el Mesías. También se puede 
          descubrir en él un signo profético del encuentro del hombre 
          con Cristo. El Espíritu Santo lo hace posible, suscitando en 
          el corazón humano el deseo de ese encuentro salvífico 
          y favoreciendo su realización.
          Y no podemos olvidar el papel de María, que entrega el Niño 
          al santo anciano Simeón. Por voluntad de Dios, es la Madre quien 
          da a Jesús a los hombres.
          4. Al revelar el futuro del Salvador, Simeón hace referencia 
          a la profecía del «Siervo», enviado al pueblo elegido 
          y a las naciones. A él dice el Señor: «Te formé, 
          y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» 
          (Is 42,6). Y también: «Poco es que seas mi siervo, en orden 
          a levantar las tribus de Jacob, y hacer volver los preservados de Israel. 
          Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance 
          hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).
          En su cántico, Simeón cambia totalmente la perspectiva, 
          poniendo el énfasis en el universalismo de la misión de 
          Jesús: «Han visto mis ojos tu salvación, la que 
          has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los 
          gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,30-32).
          ¿Cómo no asombrarse ante esas palabras? «Su padre 
          y su madre estaban admirados de lo que se decía de él» 
          (Lc 2,33). Pero José y María, con esta experiencia, comprenden 
          más claramente la importancia de su gesto de ofrecimiento: en 
          el templo de Jerusalén presentan a Aquel que, siendo la gloria 
          de su pueblo, es también la salvación de toda la humanidad.