1. Después de haber reconocido en Jesús la «luz 
          para alumbrar a las naciones» (Lc 2,32), Simeón anuncia 
          a María la gran prueba a la que está llamado el Mesías 
          y le revela su participación en ese destino doloroso.
          La referencia al sacrificio redentor, ausente en la Anunciación, 
          ha impulsado a ver en el oráculo de Simeón casi un «segundo 
          anuncio» (Redemptoris Mater, 16), que llevará a la Virgen 
          a un entendimiento más profundo del misterio de su Hijo.
          Simeón, que hasta ese momento se había dirigido a todos 
          los presentes, bendiciendo en particular a José y María, 
          ahora predice sólo a la Virgen que participará en el destino 
          de su Hijo. Inspirado por el Espíritu Santo, le anuncia: «Éste 
          está puesto para caída y elevación de muchos en 
          Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a 
          ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden 
          al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,34-35).
          2. Estas palabras predicen un futuro de sufrimiento para el Mesías. 
          En efecto, será el «signo de contradicción», 
          destinado a encontrar una dura oposición en sus contemporáneos. 
          Pero Simeón une al sufrimiento de Cristo la visión del 
          alma de María atravesada por la espada, asociando de ese modo 
          a la Madre al destino doloroso de su Hijo.
          Así, el santo anciano, a la vez que pone de relieve la creciente 
          hostilidad que va a encontrar el Mesías, subraya las repercusiones 
          que esa hostilidad tendrá en el corazón de la Madre. Ese 
          sufrimiento materno llegará al culmen en la pasión, cuando 
          se unirá a su Hijo en el sacrificio redentor.
          Las palabras de Simeón, pronunciadas después de una alusión 
          a los primeros cantos del Siervo del Señor (cf. Is 42,6; 49,6), 
          citados en Lc 2,32, nos hacen pensar en la profecía del Siervo 
          paciente (cf. Is 52,13 - 53,12), el cual, «molido por nuestros 
          pecados» (Is 53,5), se ofrece «a sí mismo en expiación» 
          (Is 53,10) mediante un sacrificio personal y espiritual, que supera 
          con mucho los antiguos sacrificios rituales.
          Podemos advertir aquí que la profecía de Simeón 
          permite vislumbrar en el futuro sufrimiento de María una semejanza 
          notable con el futuro doloroso del «Siervo».
          3. María y José manifiestan su admiración cuando 
          Simeón proclama a Jesús «luz para alumbrar a las 
          naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32). María, 
          en cambio, ante la profecía de la espada que le atravesará 
          el alma, no dice nada. Acoge en silencio, al igual que José, 
          esas palabras misteriosas que hacen presagiar una prueba muy dolorosa 
          y expresan el significado más auténtico de la presentación 
          de Jesús en el templo.
          En efecto, según el plan divino, el sacrificio ofrecido entonces 
          de «un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que 
          se dice en la Ley» (Lc 2,24), era un preludio del sacrificio de 
          Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29); 
          en él se haría la verdadera «presentación» 
          (cf. Lc 2,22), que asociaría a la Madre a su Hijo en la obra 
          de la redención.
          4. Después de la profecía de Simeón se produce 
          el encuentro con la profetisa Ana, que también «alababa 
          a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención 
          de Jerusalén» (Lc 2,38). La fe y la sabiduría profética 
          de la anciana que, «sirviendo a Dios noche y día» 
          (Lc 2,37), mantiene viva con ayunos y oraciones la espera del Mesías, 
          dan a la Sagrada Familia un nuevo impulso a poner su esperanza en el 
          Dios de Israel. En un momento tan particular, María y José 
          seguramente consideraron el comportamiento de Ana como un signo del 
          Señor, un mensaje de fe iluminada y de servicio perseverante.
          A partir de la profecía de Simeón, María une de 
          modo intenso y misterioso su vida a la misión dolorosa de Cristo: 
          se convertirá en la fiel cooperadora de su Hijo para la salvación 
          del género humano.