1. Los evangelios ofrecen pocas y escuetas noticias sobre los años 
          que la Sagrada Familia vivió en Nazaret. San Mateo refiere que 
          san José, después del regreso de Egipto, tomó la 
          decisión de establecer la morada de la Sagrada Familia en Nazaret 
          (cf. Mt 2,22-23), pero no da ninguna otra información, excepto 
          que José era carpintero (cf. Mt 13,55). Por su parte, san Lucas 
          habla dos veces de la vuelta de la Sagrada Familia a Nazaret (cf. Lc 
          2,39.51) y da dos breves indicaciones sobre los años de la niñez 
          de Jesús, antes y después del episodio de la peregrinación 
          a Jerusalén: «El niño crecía y se fortalecía, 
          llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre 
          él» (Lc 2,40), y «Jesús progresaba en sabiduría, 
          en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). 
          
          Al hacer estas breves anotaciones sobre la vida de Jesús, san 
          Lucas refiere probablemente los recuerdos de María acerca de 
          ese período de profunda intimidad con su Hijo. La unión 
          entre Jesús y la «llena de gracia» supera con mucho 
          la que normalmente existe entre una madre y un hijo, porque está 
          arraigada en una particular condición sobrenatural y está 
          reforzada por la especial conformidad de ambos con la voluntad divina. 
          
          Así pues, podemos deducir que el clima de serenidad y paz que 
          existía en la casa de Nazaret y la constante orientación 
          hacia el cumplimiento del proyecto divino conferían a la unión 
          entre la madre y el hijo una profundidad extraordinaria e irrepetible.
          2. En María la conciencia de que cumplía una misión 
          que Dios le había encomendado atribuía un significado 
          más alto a su vida diaria. Los sencillos y humildes quehaceres 
          de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular, pues 
          los vivía como servicio a la misión de Cristo.
          El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas 
          mujeres que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes 
          del hogar. Se trata de un trabajo humilde, oculto, repetitivo que, a 
          menudo, no se aprecia bastante. Con todo, los muchos años que 
          vivió María en la casa de Nazaret revelan sus enormes 
          potencialidades de amor auténtico y, por consiguiente, de salvación. 
          En efecto, la sencillez de la vida de tantas amas de casa, que consideran 
          como misión de servicio y de amor, encierra un valor extraordinario 
          a los ojos del Señor.
          Y se puede muy bien decir que para María la vida en Nazaret no 
          estaba dominada por la monotonía. En el contacto con Jesús, 
          mientras crecía, se esforzaba por penetrar en el misterio de 
          su Hijo, contemplando y adorando. Dice san Lucas: «María, 
          por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» 
          (Lc 2,19; cf. 2,51).
          «Todas estas cosas» son los acontecimientos de los que ella 
          había sido, a la vez, protagonista y espectadora, comenzando 
          por la Anunciación, pero sobre todo es la vida del Niño. 
          Cada día de intimidad con él constituye una invitación 
          a conocerlo mejor, a descubrir más profundamente el significado 
          de su presencia y el misterio de su persona.
          3. Alguien podría pensar que a María le resultaba fácil 
          creer, dado que vivía a diario en contacto con Jesús. 
          Pero es preciso recordar, al respecto, que habitualmente permanecían 
          ocultos los aspectos singulares de la personalidad de su Hijo. Aunque 
          su manera de actuar era ejemplar, él vivía una vida semejante 
          a la de tantos coetáneos suyos. 
          Durante los treinta años de su permanencia en Nazaret, Jesús 
          no revela sus cualidades sobrenaturales y no realiza gestos prodigiosos. 
          Ante las primeras manifestaciones extraordinarias de su personalidad, 
          relacionadas con el inicio de su predicación, sus familiares 
          (llamados en el evangelio «hermanos») se asumen -según 
          una interpretación- la responsabilidad de devolverlo a su casa, 
          porque consideran que su comportamiento no es normal (cf. Mc 3,21).
          En el clima de Nazaret, digno y marcado por el trabajo, María 
          se esforzaba por comprender la trama providencial de la misión 
          de su Hijo. A este respecto, para la Madre fue objeto de particular 
          reflexión la frase que Jesús pronunció en el templo 
          de Jerusalén a la edad de doce años: «¿No 
          sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 
          2,49). Meditando en esas palabras, María podía comprender 
          mejor el sentido de la filiación divina de Jesús y el 
          de su maternidad, esforzándose por descubrir en el comportamiento 
          de su Hijo los rasgos que revelaban su semejanza con Aquel que él 
          llamaba «mi Padre».
          4. La comunión de vida con Jesús, en la casa de Nazaret, 
          llevó a María no sólo a avanzar «en la peregrinación 
          de la fe» (Lumen gentium, 58), sino también en la esperanza. 
          Esta virtud, alimentada y sostenida por el recuerdo de la Anunciación 
          y de las palabras de Simeón, abraza toda su existencia terrena, 
          pero la practicó particularmente en los treinta años de 
          silencio y ocultamiento que pasó en Nazaret.
          Entre las paredes del hogar la Virgen vive la esperanza de forma excelsa; 
          sabe que no puede quedar defraudada, aunque no conoce los tiempos y 
          los modos con que Dios realizará su promesa. En la oscuridad 
          de la fe, y a falta de signos extraordinarios que anuncien el inicio 
          de la misión mesiánica de su Hijo, ella espera, más 
          allá de toda evidencia, aguardando de Dios el cumplimiento de 
          la promesa.
          La casa de Nazaret, ambiente de crecimiento de la fe y de la esperanza, 
          se convierte en lugar de un alto testimonio de la caridad. El amor que 
          Cristo deseaba extender en el mundo se enciende y arde ante todo en 
          el corazón de la Madre; es precisamente en el hogar donde se 
          prepara el anuncio del evangelio de la caridad divina.
          Dirigiendo la mirada a Nazaret y contemplando el misterio de la vida 
          oculta de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una 
          vez más en el misterio de nuestra vida misma que, como recuerda 
          san Pablo, «está oculta con Cristo en Dios» (Col 
          3,3).
          A menudo se trata de una vida humilde y oscura a los ojos del mundo, 
          pero que, en la escuela de María, puede revelar potencialidades 
          inesperadas de salvación, irradiando el amor y la paz de Cristo.