1. El concilio Vaticano II, después de recordar la intervención 
          de María en las bodas de Caná, subraya su participación 
          en la vida pública de Jesús: «Durante la predicación 
          de su Hijo, acogió las palabras con las que éste situaba 
          el Reino por encima de las consideraciones y de los lazos de la carne 
          y de la sangre, y proclamaba felices (cf. Mc 3,35 par.; Lc 11,27-28) 
          a los que escuchaban y guardaban la palabra de Dios, como ella lo hacía 
          fielmente (cf. Lc 2,19.51)» (Lumen gentium, 58).
          El inicio de la misión de Jesús marcó también 
          su separación de la Madre, la cual no siempre siguió al 
          Hijo durante su peregrinación por los caminos de Palestina. Jesús 
          eligió deliberadamente la separación de su Madre y de 
          los afectos familiares, como lo demuestran las condiciones que pone 
          a sus discípulos para seguirlo y para dedicarse al anuncio del 
          reino de Dios.
          No obstante, María escuchó a veces la predicación 
          de su Hijo. Se puede suponer que estaba presente en la sinagoga de Nazaret 
          cuando Jesús, después de leer la profecía de Isaías, 
          comentó ese texto aplicándose a sí mismo su contenido 
          (cf. Lc 4,18-30). ¡Cuánto debe de haber sufrido en esa 
          ocasión, después de haber compartido el asombro general 
          ante las «palabras llenas de gracia que salían de su boca» 
          (Lc 4,22), al constatar la dura hostilidad de sus conciudadanos, que 
          arrojaron a Jesús de la sinagoga e incluso intentaron matarlo! 
          Las palabras del evangelista Lucas ponen de manifiesto el dramatismo 
          de ese momento: «Levantándose, le arrojaron fuera de la 
          ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual 
          estaba edificada su ciudad, para despeñarlo. Pero él, 
          pasando por medio de ellos, se marchó» (Lc 4,29-30).
          María, después de ese acontecimiento, intuyendo que vendrían 
          más pruebas, confirmó y ahondó su total adhesión 
          a la voluntad del Padre, ofreciéndole su sufrimiento de madre 
          y su soledad.
          2. De acuerdo con lo que refieren los evangelios, es posible que María 
          escuchara a su Hijo también en otras circunstancias. Ante todo 
          en Cafarnaúm, adonde Jesús se dirigió después 
          de las bodas de Caná, «con su madre y sus hermanos y sus 
          discípulos» (Jn 2,12). Además, es probable que lo 
          haya seguido también, con ocasión de la Pascua, a Jerusalén, 
          al templo, que Jesús define como casa de su Padre, cuyo celo 
          lo devoraba (cf. Jn 2,16-17). Ella se encuentra asimismo entre la multitud 
          cuando, sin lograr acercarse a Jesús, escucha que él responde 
          a quien le anuncia la presencia suya y de sus parientes: «Mi madre 
          y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» 
          (Lc 8,21).
          Con esas palabras, Cristo, aun relativizando los vínculos familiares, 
          hace un gran elogio de su Madre, al afirmar un vínculo mucho 
          más elevado con ella. En efecto, María, poniéndose 
          a la escucha de su Hijo, acoge todas sus palabras y las cumple fielmente.
          Se puede pensar que María, aun sin seguir a Jesús en su 
          camino misionero, se mantenía informada del desarrollo de la 
          actividad apostólica de su Hijo, recogiendo con amor y emoción 
          las noticias sobre su predicación de labios de quienes se habían 
          encontrado con él.
          La separación no significaba lejanía del corazón, 
          de la misma manera que no impedía a la madre seguir espiritualmente 
          a su Hijo, conservando y meditando su enseñanza, como ya había 
          hecho en la vida oculta de Nazaret. En efecto, su fe le permitía 
          captar el significado de las palabras de Jesús antes y mejor 
          que sus discípulos, los cuales a menudo no comprendían 
          sus enseñanzas y especialmente las referencias a la futura pasión 
          (cf. Mt 16,21-23; Mc 9,32; Lc 9,45).
          3. María, siguiendo de lejos las actividades de su Hijo, participa 
          en su drama de sentirse rechazado por una parte del pueblo elegido. 
          Ese rechazo, que se manifestó ya desde su visita a Nazaret, se 
          hace cada vez más patente en las palabras y en las actitudes 
          de los jefes del pueblo.
          De este modo, sin duda habrán llegado a conocimiento de la Virgen 
          críticas, insultos y amenazas dirigidas a Jesús. Incluso 
          en Nazaret se habrá sentido herida muchas veces por la incredulidad 
          de parientes y conocidos, que intentaban instrumentalizar a Jesús 
          (cf. Jn 7,2-5) o interrumpir su misión (cf. Mc 3,21).
          A través de estos sufrimientos, soportados con gran dignidad 
          y de forma oculta, María comparte el itinerario de su Hijo «hacia 
          Jerusalén» (Lc 9,51) y, cada vez más unida a él 
          en la fe, en la esperanza y en el amor, coopera en la salvación.
          4. La Virgen se convierte así en modelo para quienes acogen la 
          palabra de Cristo. Ella, creyendo ya desde la Anunciación en 
          el mensaje divino y acogiendo plenamente a la Persona de su Hijo, nos 
          enseña a ponernos con confianza a la escucha del Salvador, para 
          descubrir en él la Palabra divina que transforma y renueva nuestra 
          vida. Asimismo, su experiencia nos estimula a aceptar las pruebas y 
          los sufrimientos que nos vienen por la fidelidad a Cristo, teniendo 
          la mirada fija en la felicidad que ha prometido Jesús a quienes 
          escuchan y cumplen su palabra.