1. A lo largo de los siglos la Iglesia ha reflexionado en la cooperación 
          de María en la obra de la salvación, profundizando el 
          análisis de su asociación al sacrificio redentor de Cristo. 
          Ya san Agustín atribuye a la Virgen la calificación de 
          «colaboradora» en la Redención (cf. De Sancta Virginitate, 
          6; PL 40, 399), título que subraya la acción conjunta 
          y subordinada de María a Cristo redentor. 
          La reflexión se ha desarrollado en este sentido, sobre todo desde 
          el siglo XV. Algunos temían que se quisiera poner a María 
          al mismo nivel de Cristo. En realidad, la enseñanza de la Iglesia 
          destaca con claridad la diferencia entre la Madre y el Hijo en la obra 
          de la salvación, ilustrando la subordinación de la Virgen, 
          en cuanto cooperadora, al único Redentor.
          Por lo demás, el apóstol Pablo, cuando afirma: «Somos 
          colaboradores de Dios» (1 Co 3,9), sostiene la efectiva posibilidad 
          que tiene el hombre de colaborar con Dios. La cooperación de 
          los creyentes, que excluye obviamente toda igualdad con él, se 
          expresa en el anuncio del Evangelio y en su aportación personal 
          para que se arraigue en el corazón de los seres humanos. 
          2. El término «cooperadora» aplicado a María 
          cobra, sin embargo, un significado específico. La cooperación 
          de los cristianos en la salvación se realiza después del 
          acontecimiento del Calvario, cuyos frutos se comprometen a difundir 
          mediante la oración y el sacrificio. Por el contrario, la participación 
          de María se realizó durante el acontecimiento mismo y 
          en calidad de madre; por tanto, se extiende a la totalidad de la obra 
          salvífica de Cristo. Solamente ella fue asociada de ese modo 
          al sacrificio redentor, que mereció la salvación de todos 
          los hombres. En unión con Cristo y subordinada a él, cooperó 
          para obtener la gracia de la salvación a toda la humanidad.
          El particular papel de cooperadora que desempeñó la Virgen 
          tiene como fundamento su maternidad divina. Engendrando a Aquel que 
          estaba destinado a realizar la redención del hombre, alimentándolo, 
          presentándolo en el templo y sufriendo con él, mientras 
          moría en la cruz, «cooperó de manera totalmente 
          singular en la obra del Salvador» (Lumen gentium, 61). Aunque 
          la llamada de Dios a cooperar en la obra de la salvación se dirige 
          a todo ser humano, la participación de la Madre del Salvador 
          en la redención de la humanidad representa un hecho único 
          e irrepetible.
          A pesar de la singularidad de esa condición, María es 
          también destinataria de la salvación. Es la primera redimida, 
          rescatada por Cristo «del modo más sublime» en su 
          concepción inmaculada (cf. bula Ineffabilis Deus, de Pío 
          IX: Acta 1,605), y llena de la gracia del Espíritu Santo.
          3. Esta afirmación nos lleva ahora a preguntamos: ¿cuál 
          es el significado de esa singular cooperación de María 
          en el plan de la salvación? Hay que buscarlo en una intención 
          particular de Dios con respecto a la Madre del Redentor, a quien Jesús 
          llama con el título de «mujer» en dos ocasiones solemnes, 
          a saber, en Caná y al pie de la cruz (cf. Jn 2,4; 19,26). María 
          está asociada a la obra salvífica en cuanto mujer. El 
          Señor, que creó al hombre «varón y mujer» 
          (cf. Gn 1,27), también en la Redención quiso poner al 
          lado del nuevo Adán a la nueva Eva. La pareja de los primeros 
          padres emprendió el camino del pecado; una nueva pareja, el Hijo 
          de Dios con la colaboración de su Madre, devolvería al 
          género humano su dignidad originaria.
          María, nueva Eva, se convierte así en icono perfecto de 
          la Iglesia. En el designio divino, representa al pie de la cruz a la 
          humanidad redimida que, necesitada de salvación, puede dar una 
          contribución al desarrollo de la obra salvífica.
          4. El Concilio tiene muy presente esta doctrina y la hace suya, subrayando 
          la contribución de la Virgen santísima no sólo 
          al nacimiento del Redentor, sino también a la vida de su Cuerpo 
          místico a lo largo de los siglos y hasta el ésxaton: en 
          la Iglesia, María «colaboró» y «colabora» 
          (cf. Lumen gentium, 53 y 63) en la obra de la salvación. Refiriéndose 
          misterio, de la Anunciación, el Concilio declara que la Virgen 
          de Nazaret, «abrazando la voluntad salvadora de Dios (...), se 
          entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, 
          a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia 
          de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio 
          del misterio de la Redención» (ib., 56).
          Además, el Vaticano II no sólo presenta a María 
          como la «madre del Redentor», sino también como «compañera 
          singularmente generosa entre todas las demás criaturas», 
          que colabora «de manera totalmente singular a la obra del Salvador 
          con su obediencia, fe, esperanza y ardiente amor». Recuerda, asimismo, 
          que el fruto sublime de esa colaboración es la maternidad universal: 
          «Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» 
          (Lumen gentium, 61).
          Por tanto, podemos dirigirnos con confianza a la Virgen santísima, 
          implorando su ayuda, conscientes de la misión singular que Dios 
          le confió: colaboradora de la redención, misión 
          que cumplió durante toda su vida y, de modo particular, al pie 
          de la cruz.