1. Jesús, después de haber confiado el discípulo 
          Juan a María con las palabras: «Mujer, he ahí a 
          tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo 
          amado, diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 
          19,26-27). Con esta expresión, revela a María la cumbre 
          de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la 
          madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico 
          de su Hijo. 
          La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo 
          de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con 
          su «sí» en la Anunciación.
          Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular 
          amor de María; también se la confía, para que la 
          reconozca como su propia madre.
          Durante la última cena, «el discípulo a quien Jesús 
          amaba» escuchó el mandamiento del Maestro: «Que os 
          améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12) 
          y, recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió 
          de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo prepararon 
          para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación 
          a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él 
          con afecto filial.
          Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: «He 
          ahí a tu madre», la invitación a aceptar a María 
          como madre, respondiendo como verdaderos hijos a su amor materno.
          2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender 
          el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, 
          pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial 
          de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad 
          con ambos.
          El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de 
          una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional 
          de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; 
          se funda en la voluntad de Cristo.
          Las palabras: «He ahí a tu madre» expresan la intención 
          de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de 
          amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en 
          ella a su madre, la madre de todo creyente.
          En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, 
          a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima 
          y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, 
          la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo 
          como hijos afectuosos y dóciles.
          La historia de la piedad cristiana enseña que María es 
          el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida 
          a ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, 
          la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de perfección.
          Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian 
          las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María, 
          Madre del Señor y Madre nuestra.
          Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los 
          hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador 
          y Señor de su vida.
          Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los 
          afectos y en los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, 
          descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia 
          de la conversión y del seguimiento de Cristo.
          3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: 
          «Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre 
          sus bienes» (Jn 19,27), subrayando así la adhesión 
          pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos 
          sobre la actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio 
          e hijo dócil de la Virgen.
          La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación. 
          Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de María 
          y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella 
          y los discípulos del Señor.
          Juan acogió a María «entre sus bienes». Esta 
          expresión, más bien genérica, pone de manifiesto 
          su iniciativa, llena de respeto y amor, no sólo de acoger a María 
          en su casa, sino sobre todo de vivir la vida espiritual en comunión 
          con ella.
          En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra 
          «entre sus bienes», no se refiere a los bienes materiales, 
          dado que Juan -como observa san Agustín (In Ioan. Evang. tract., 
          119,3)- «no poseía nada propio», sino a los bienes 
          espirituales o dones recibidos de Cristo: la gracia (Jn 1,16), la Palabra 
          (Jn 12,48; 17,8), el Espíritu (Jn 7,39; 14,17), la Eucaristía 
          (Jn 6,32-58)... Entre estos dones, que recibió por el hecho de 
          ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María 
          como madre, entablando con ella una profunda comunión de vida 
          (cf. Redemptoris Mater, 45, nota 130).
          Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, 
          «acoja a María en su casa» y le deje espacio en su 
          vida diaria, reconociendo su misión providencial en el camino 
          de la salvación.