1. Después de que Jesús es colocado en el sepulcro, María 
          «es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose 
          para acoger el anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección» 
          (Catequesis, del 3-IV-96). La espera que vive la Madre del Señor 
          el Sábado santo constituye uno de los momentos más altos 
          de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, ella confía 
          plenamente en el Dios de la vida y, recordando las palabras de su Hijo, 
          espera la realización plena de las promesas divinas.
          Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan 
          del encuentro de Jesús con su madre. Este silencio no debe llevarnos 
          a concluir que, después de su resurrección, Cristo no 
          se apareció a María; al contrario, nos invita a tratar 
          de descubrir los motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren.
          Suponiendo que se trata de una «omisión», se podría 
          atribuir al hecho de que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento 
          salvífico se encomendó a la palabra de «testigos 
          escogidos por Dios» (Hch 10,41), es decir, a los Apóstoles, 
          los cuales «con gran poder» (Hch 4,33) dieron testimonio 
          de la resurrección del Señor Jesús. Antes que a 
          ellos, el Resucitado se apareció a algunas mujeres fieles, por 
          su función eclesial: «Id, avisad a mis hermanos que vayan 
          a Galilea; allí me verán» (Mt 28,10).
          Si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús 
          resucitado con su madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los 
          que negaban la resurrección del Señor podrían haber 
          considerado ese testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, 
          no digno de fe.
          2. Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas 
          apariciones de Jesús resucitado, y ciertamente no pretenden hacer 
          una crónica completa de todo lo que sucedió durante los 
          cuarenta días después de la Pascua. San Pablo recuerda 
          una aparición «a más de quinientos hermanos a la 
          vez» (1 Co 15,6). ¿Cómo justificar que un hecho 
          conocido por muchos no sea referido por los evangelistas, a pesar de 
          su carácter excepcional? Es signo evidente de que otras apariciones 
          del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no 
          quedaron recogidas.
          ¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera 
          comunidad de los discípulos (cf. Hch 1,14), haber sido excluida 
          del número de los que se encontraron con su divino Hijo resucitado 
          de entre los muertos?
          3. Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente 
          Jesús resucitado se apareció a su madre en primer lugar. 
          La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se 
          dirigieron al sepulcro (cf. Mc 16,1; Mt 28,1), ¿no podría 
          constituir un indicio del hecho de que ella ya se había encontrado 
          con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada también 
          por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, 
          por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron 
          fieles al pie de la cruz y, por tanto, más firmes en la fe.
          En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le 
          encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles 
          (cf. Jn 20,17-18). Tal vez, también este dato permite pensar 
          que Jesús se apareció primero a su madre, pues ella fue 
          la más fiel y en la prueba conservó íntegra su 
          fe. 
          Por último, el carácter único y especial de la 
          presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con 
          su Hijo en el sufrimiento de la cruz, parecen postular su participación 
          particularísima en el misterio de la Resurrección.
          Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó 
          en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su madre. En efecto, 
          ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el 
          mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, 
          para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria 
          del Resucitado, ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia 
          (cf. Sedulio, Carmen pascale, 5,357-364: CSEL 10,140 s).
          4. Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y 
          que en el grupo de los discípulos se encuentra con él 
          durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María 
          mantuvo un contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también 
          ella de la plenitud de la alegría pascual.
          La Virgen santísima, presente en el Calvario durante el Viernes 
          santo (cf. Jn 19,25) y en el cenáculo en Pentecostés (cf. 
          Hch 1,14), fue probablemente testigo privilegiada también de 
          la resurrección de Cristo, completando así su participación 
          en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, 
          al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación 
          de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante 
          la resurrección de los muertos.
          En el tiempo pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la 
          Madre del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli, 
          laetare. Alleluia». «¡Reina del cielo, alégrate. 
          Aleluya!». Así recuerda el gozo de María por la 
          resurrección de Jesús, prolongando en el tiempo el «¡Alégrate!» 
          que le dirigió el ángel en la Anunciación, para 
          que se convirtiera en «causa de alegría» para la 
          humanidad entera.