1. Sobre la conclusión de la vida terrena de María, el 
          Concilio cita las palabras de la bula de definición del dogma 
          de la Asunción y afirma: «La Virgen inmaculada, preservada 
          inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida 
          en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo» 
          (Lumen gentium, 59). Con esta fórmula, la constitución 
          dogmática Lumen gentium, siguiendo a mi venerado predecesor Pío 
          XII, no se pronuncia sobre la cuestión de la muerte de María. 
          Sin embargo, Pío XII no pretendió negar el hecho de la 
          muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como 
          verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la 
          Madre de Dios.
          En realidad, algunos teólogos han sostenido que la Virgen fue 
          liberada de la muerte y pasó directamente de la vida terrena 
          a la gloria celeste. Sin embargo, esta opinión era desconocida 
          hasta el siglo XVII, mientras que, en realidad, existe una tradición 
          común que ve en la muerte de María su introducción 
          en la gloria celeste.
          2. ¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado 
          en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de María 
          y en su relación con su Hijo divino, parece legítimo responder 
          afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil 
          sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre.
          En este sentido razonaron los Padres de la Iglesia, que no tuvieron 
          dudas al respecto. Basta citar a Santiago de Sarug ( 521), según 
          el cual «el coro de los doce Apóstoles», cuando a 
          María le llegó «el tiempo de caminar por la senda 
          de todas las generaciones», es decir, la senda de la muerte, se 
          reunió para enterrar «el cuerpo virginal de la Bienaventurada» 
          (Discurso sobre el entierro de la santa Madre de Dios, 87-99 en C. Vona, 
          Lateranum 19 [1953], 188). San Modesto de Jerusalén ( 634), después 
          de hablar largamente de la «santísima dormición 
          de la gloriosísima Madre de Dios», concluye su «encomio» 
          exaltando la intervención prodigiosa de Cristo, que «la 
          resucitó de la tumba» para tomarla consigo en la gloria 
          (Enc. in dormitionem Deiparae semperque Virginis Mariae, nn. 7 y 14: 
          PG 86 bis, 3.293; 3.311). San Juan Damasceno ( 704), por su parte, se 
          pregunta: «¿Cómo es posible que aquella que en el 
          parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue 
          ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?» 
          Y responde: «Ciertamente, era necesario que se despojara de la 
          parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor 
          de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En 
          efecto, él muere según la carne y con su muerte destruye 
          la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la 
          muerte en fuente de resurrección» (Panegírico sobre 
          la dormición de la Madre de Dios, 10: SC 80,107).
          3. Es verdad que en la Revelación la muerte se presenta como 
          castigo del pecado. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia proclame 
          a María liberada del pecado original por singular privilegio 
          divino no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad 
          corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, 
          dándole nuevo significado y transformándola en instrumento 
          de salvación.
          María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda 
          salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas 
          a la redención de la humanidad. También para ella vale 
          lo que Severo de Antioquía afirma a propósito de Cristo: 
          «Si no se ha producido antes la muerte, ¿cómo podría 
          tener lugar la resurrección?» (Antijuliánica, Beirut 
          1931, 194 s.). Para participar en la resurrección de Cristo, 
          María debía compartir, ante todo, la muerte.
          4. El Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las circunstancias 
          de la muerte de María. Este silencio induce a suponer que se 
          produjo normalmente, sin ningún hecho digno de mención. 
          Si no hubiera sido así, ¿cómo habría podido 
          pasar desapercibida esa noticia a sus contemporáneos, sin que 
          llegara, de alguna manera, hasta nosotros?
          Por lo que respecta a las causas de la muerte de María, no parecen 
          fundadas las opiniones que quieren excluir las causas naturales. Más 
          importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento 
          de dejar este mundo. A este propósito, san Francisco de Sales 
          considera que la muerte de María se produjo como efecto de un 
          ímpetu de amor. Habla de una muerte «en el amor, a causa 
          del amor y por amor», y por eso llega a afirmar que la Madre de 
          Dios murió de amor por su hijo Jesús (Traité de 
          l'Amour de Dieu, Lib. 7, cc. XIII-XIV).
          Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico 
          que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, 
          puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para 
          María una maduración de la gracia en la gloria, de modo 
          que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una «dormición».
          5. Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va 
          a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en 
          la gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como 
          un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo 
          divino, para compartir con él la vida inmortal. Al final de su 
          existencia terrena habrá experimentado, como san Pablo y más 
          que él, el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo 
          para siempre (cf. Flp 1, 23).
          La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo 
          pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de 
          ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto 
          a quienes llegan a la hora suprema de la vida.