1. La constitución dogmática Lumen gentium del concilio 
          Vaticano II, después de haber presentado a María como 
          «miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia», 
          la declara «prototipo y modelo destacadísimo en la fe y 
          en el amor» (n. 53).
          Los padres conciliares atribuyen a María la función de 
          «tipo», es decir, de figura «de la Iglesia», 
          tomando el término de san Ambrosio, quien, en el comentario a 
          la Anunciación, se expresa así: «Sí, ella 
          [María] es novia, pero virgen, porque es tipo de la Iglesia, 
          que es inmaculada, pero es esposa: permaneciendo virgen nos concibió 
          por el Espíritu, permaneciendo virgen nos dio a luz sin dolor» 
          (In Ev. sec. Luc., II, 7: CCL 14, 33, 102-106). Por tanto, María 
          es figura de la Iglesia por su santidad inmaculada, su virginidad, su 
          «esponsalidad» y su maternidad.
          San Pablo usa el vocablo «tipo» para indicar la figura sensible 
          de una realidad espiritual. En efecto, en el paso del pueblo de Israel 
          a través del Mar Rojo vislumbra un «tipo» o imagen 
          del bautismo cristiano; y en el maná y en el agua que brota de 
          la roca, un «tipo» o imagen del alimento y de la bebida 
          eucarística (cf. 1 Co 10,1-11).
          El Concilio, al referirse a María como tipo de la Iglesia, nos 
          invita a reconocer en ella la figura visible de la realidad espiritual 
          de la Iglesia y, en su maternidad incontaminada, el anuncio de la maternidad 
          virginal de la Iglesia.
          2. Además, es necesario precisar que, a diferencia de las imágenes 
          o de los tipos del Antiguo Testamento, que son sólo prefiguraciones 
          de realidades futuras, en María la realidad espiritual significada 
          ya está presente, y de modo eminente.
          El paso a través del mar Rojo, que refiere el libro del Éxodo, 
          es un acontecimiento salvífico de liberación, pero no 
          era ciertamente un bautismo capaz de perdonar los pecados y de dar la 
          vida nueva. De igual modo, el maná, don precioso de Yahveh a 
          su pueblo peregrino en el desierto, no contenía nada de la realidad 
          futura de la Eucaristía, Cuerpo del Señor, y tampoco el 
          agua que brotaba de la roca tenía ya en sí la sangre de 
          Cristo, derramada por la multitud.
          El Éxodo es la gran hazaña realizada por Yalveh en favor 
          de su pueblo, pero no constituye la redención espiritual y definitiva, 
          que llevará a cabo Cristo en el misterio pascual.
          Por lo demás, refiriéndose al culto judío, san 
          Pablo recuerda: «Todo esto es sombra de lo venidero; pero la realidad 
          es el cuerpo de Cristo» (Col 2,17). Lo mismo afirma la carta a 
          los Hebreos, que, desarrollando sistemáticamente esta interpretación, 
          presenta el culto de la antigua alianza como «sombra y figura 
          de realidades celestiales» (Hb 8,5).
          3. Así pues, cuando el Concilio afirma que María es figura 
          de la Iglesia, no quiere equipararla a las figuras o tipos del Antiguo 
          Testamento; lo que desea es afirmar que en ella se cumple de modo pleno 
          la realidad espiritual anunciada y representada. 
          En efecto, la Virgen es figura de la Iglesia, no en cuanto prefiguración 
          imperfecta, sino como plenitud espiritual, que se manifestará 
          de múltiples maneras en la vida de la Iglesia. La particular 
          relación que existe aquí entre imagen y realidad representada 
          encuentra su fundamento en el designio divino, que establece un estrecho 
          vínculo entre María y la Iglesia. El plan de salvación 
          que establece que las prefiguraciones del Antiguo Testamento se hagan 
          realidad en la Nueva Alianza, determina también que María 
          viva de modo perfecto lo que se realizará sucesivamente en la 
          Iglesia.
          Por tanto, la perfección que Dios confirió a María 
          adquiere su significado más auténtico, si se la considera 
          como preludio de la vida divina en la Iglesia.
          4. Tras haber afirmado que María es «tipo de la Iglesia», 
          el Concilio añade que es «modelo destacadísimo» 
          de ella, y ejemplo de perfección que hay que seguir e imitar. 
          María es, en efecto, un «modelo destacadísimo», 
          puesto que su perfección supera la de todos los demás 
          miembros de la Iglesia.
          El Concilio añade, de manera significativa, que ella realiza 
          esa función «en la fe y en el amor». Sin olvidar 
          que Cristo es el primer modelo, el Concilio sugiere de ese modo que 
          existen disposiciones interiores propias del modelo realizado en María, 
          que ayudan al cristiano a entablar una relación auténtica 
          con Cristo. En efecto, contemplando a María, el creyente aprende 
          a vivir en una comunión más profunda con Cristo, a adherirse 
          a él con fe viva y a poner en él su confianza y su esperanza, 
          amándolo con la totalidad de su ser.
          Las funciones de «tipo y modelo de la Iglesia» hacen referencia, 
          en particular, a la maternidad virginal de María, y ponen de 
          relieve el lugar peculiar que ocupa en la obra de la salvación. 
          Esta estructura fundamental del ser de María se refleja en la 
          maternidad y en la virginidad de la Iglesia.