1. Después de justificar doctrinalmente el culto a la santísima 
          Virgen, el concilio Vaticano II exhorta a todos los fieles a fomentarlo: 
          «El santo Concilio enseña expresamente esta doctrina católica. 
          Al mismo tiempo, anima a todos los hijos de la Iglesia a que fomenten 
          con generosidad el culto a la santísima Virgen, sobre todo el 
          litúrgico. Han de sentir gran aprecio por las prácticas 
          y ejercicios de piedad mariana recomendados por el Magisterio a lo largo 
          de los siglos» (Lumen gentium, 67).
          Con esta última afirmación, los padres conciliares, sin 
          entrar en detalles, querían reafirmar la validez de algunas oraciones 
          como el Rosario y el Ángelus, practicadas tradicionalmente por 
          el pueblo cristiano y recomendadas a menudo por los Sumos Pontífices 
          como medios eficaces para alimentar la vida de fe y la devoción 
          a la Virgen.
          2. El texto conciliar prosigue invitando a los creyentes a «observar 
          religiosamente los decretos del pasado acerca del culto a las imágenes 
          de Cristo, de la santísima Virgen y de los santos» (ib.)
          Así vuelve a proponer las decisiones del segundo concilio de 
          Nicea, celebrado en el año 787, que confirmó la legitimidad 
          del culto a las imágenes sagradas, contra los iconoclastas, que 
          las consideraban inadecuadas para representar a la divinidad (cf. Redemptoris 
          Mater, 33).
          «Definimos con toda exactitud y cuidado -declaran los padres de 
          ese concilio- que de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante 
          cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las 
          pintadas como las de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas 
          iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes 
          y cuadros, en las casas y caminos, las de nuestro Señor y Dios 
          y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra la santa 
          Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones 
          santos y venerables» (DS 600).
          Recordando esa definición, la Lumen gentium quiso reafirmar la 
          legitimidad y la validez de las imágenes sagradas frente a algunas 
          tendencias orientadas a eliminarlas de las iglesias y santuarios, con 
          el fin de concentrar toda su atención en Cristo.
          3. El segundo concilio de Nicea no se limita a afirmar la legitimidad 
          de las imágenes; también trata de explicar su utilidad 
          para la piedad cristiana: «Porque cuanto con más frecuencia 
          son contemplados por medio de su representación en la imagen, 
          tanto más se mueven los que éstas miran al recuerdo y 
          deseo de los originales y a tributarles el saludo y adoración 
          de honor» (DS 601).
          Se trata de indicaciones que valen de modo especial para el culto a 
          la Virgen. Las imágenes, los iconos y las estatuas de la Virgen, 
          que se hallan en casas, en lugares públicos y en innumerables 
          iglesias y capillas, ayudan a los fieles a invocar su constante presencia 
          y su misericordioso patrocinio en las diversas circunstancias de la 
          vida. Haciendo concreta y casi visible la ternura maternal de la Virgen, 
          invitan a dirigirse a ella, a invocarla con confianza y a imitarla en 
          su ejemplo de aceptación generosa de la voluntad divina.
          Ninguna de las imágenes conocidas reproduce el rostro auténtico 
          de María, como ya lo reconocía san Agustín (De 
          Trinitate 8, 7); con todo, nos ayudan a entablar relaciones más 
          vivas con ella. Por consiguiente, es preciso impulsar la costumbre de 
          exponer las imágenes de María en los lugares de culto 
          y en los demás edificios, para sentir su ayuda en las dificultades 
          y la invitación a una vida cada vez más santa y fiel a 
          Dios.
          4. Para promover el recto uso de las imágenes sagradas, el concilio 
          de Nicea recuerda que «el honor de la imagen se dirige al original, 
          y el que venera una imagen, venera a la persona en ella representada» 
          (DS 601).
          Así, adorando en la imagen de Cristo a la Persona del Verbo encarnado, 
          los fieles realizan un genuino acto de culto, que no tiene nada que 
          ver con la idolatría.
          De forma análoga, al venerar las representaciones de María, 
          el creyente realiza un acto destinado en definitiva a honrar a la persona 
          de la Madre de Jesús.
          5. El Vaticano II, sin embargo, exhorta a los teólogos y predicadores 
          a evitar tanto las exageraciones cuanto las actitudes minimalistas al 
          considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Y añade: 
          «Dedicándose al estudio de la sagrada Escritura, de los 
          Santos Padres y doctores de la Iglesia, así como de las liturgias 
          bajo la guía del Magisterio, han de iluminar adecuadamente las 
          funciones y los privilegios de la santísima Virgen, que hacen 
          siempre referencia a Cristo, origen de toda la verdad, santidad y piedad» 
          (Lumen gentium, 67).
          La fidelidad a la Escritura y a la Tradición, así como 
          a los textos litúrgicos y al Magisterio garantiza la auténtica 
          doctrina mariana. Su característica imprescindible es la referencia 
          a Cristo, pues todo en María deriva de Cristo y está orientado 
          a él.
          6. El Concilio ofrece, también, a los creyentes algunos criterios 
          para vivir de manera auténtica su relación filial con 
          María: «Los fieles, además, deben recordar que la 
          verdadera devoción no consiste ni en un sentimiento pasajero 
          y sin frutos ni en una credulidad vacía. Al contrario, procede 
          de la verdadera fe, que nos lleva a reconocer la grandeza de la Madre 
          de Dios y nos anima a amar como hijos a nuestra Madre y a imitar sus 
          virtudes» (ib.).
          Con estas palabras los padres conciliares ponen en guardia contra la 
          «credulidad vacía» y el predomino del sentimiento. 
          Y sobre todo quieren reafirmar que la devoción mariana auténtica, 
          al proceder de la fe y del amoroso reconocimiento de la dignidad de 
          María, impulsa al afecto filial hacia ella y suscita el firme 
          propósito de imitar sus virtudes.