1. El evangelio de Lucas, al presentar a María como virgen, 
          añade que estaba «desposada con un hombre llamado José, 
          de la casa de David» (Lc 1,27). Estas informaciones parecen, a 
          primera vista, contradictorias.
          Hay que notar que el término griego utilizado en este pasaje 
          no indica la situación de una mujer que ha contraído el 
          matrimonio y por tanto vive en el estado matrimonial, sino la del noviazgo. 
          Pero, a diferencia de cuanto ocurre en las culturas modernas, en la 
          costumbre judaica antigua la institución del noviazgo preveía 
          un contrato y tenía normalmente valor definitivo: efectivamente, 
          introducía a los novios en el estado matrimonial, si bien el 
          matrimonio se cumplía plenamente cuando el joven conducía 
          a la muchacha a su casa.
          En el momento de la Anunciación, María se halla, pues, 
          en la situación de esposa prometida. Nos podemos preguntar por 
          qué había aceptado el noviazgo, desde el momento en que 
          tenía el propósito de permanecer virgen para siempre. 
          Lucas es consciente de esta dificultad, pero se limita a registrar la 
          situación sin aportar explicaciones. El hecho de que el evangelista, 
          aun poniendo de relieve el propósito de virginidad de María, 
          la presente igualmente como esposa de José constituye un signo 
          de que ambas noticias son históricamente dignas de crédito.
          2. Se puede suponer que entre José y María, en el momento 
          de comprometerse, existiese un entendimiento sobre el proyecto de vida 
          virginal. Por lo demás, el Espíritu Santo, que había 
          inspirado en María la opción de la virginidad con miras 
          al misterio de la Encarnación y quería que ésta 
          acaeciese en un contexto familiar idóneo para el crecimiento 
          del Niño, pudo muy bien suscitar también en José 
          el ideal de la virginidad.
          El ángel del Señor, apareciéndosele en sueños, 
          le dice: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a 
          María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu 
          Santo» (Mt 1,20). De esta forma recibe la confirmación 
          de estar llamado a vivir de modo totalmente especial el camino del matrimonio. 
          A través de la comunión virginal con la mujer predestinada 
          para dar a luz a Jesús, Dios lo llama a cooperar en la realización 
          de su designio de salvación.
          El tipo de matrimonio hacia el que el Espíritu Santo orienta 
          a María y a José es comprensible sólo en el contexto 
          del plan salvífico y en el ámbito de una elevada espiritualidad. 
          La realización concreta del misterio de la Encarnación 
          exigía un nacimiento virginal que pusiese de relieve la filiación 
          divina y, al mismo tiempo, una familia que pudiese asegurar el desarrollo 
          normal de la personalidad del Niño.
          José y María, precisamente en vista de su contribución 
          al misterio de la Encarnación del Verbo, recibieron la gracia 
          de vivir juntos el carisma de la virginidad y el don del matrimonio. 
          La comunión de amor virginal de María y José, aun 
          constituyendo un caso especialísimo, vinculado a la realización 
          concreta del misterio de la Encarnación, sin embargo fue un verdadero 
          matrimonio (cf. Exhortación apostólica, Redemptoris custos, 
          7).
          La dificultad de acercarse al misterio sublime de su comunión 
          esponsal ha inducido a algunos, ya desde el siglo II, a atribuir a José 
          una edad avanzada y a considerarlo el custodio de María, más 
          que su esposo. Es el caso de suponer, en cambio, que no fuese entonces 
          un hombre anciano, sino que su perfección interior, fruto de 
          la gracia, lo llevase a vivir con afecto virginal la relación 
          esponsal con María.
          3. La cooperación de José en el misterio de la Encarnación 
          comprende también el ejercicio del papel paterno respecto de 
          Jesús. Dicha función le es reconocida por el ángel 
          que, apareciéndosele en sueños, le invita a poner el nombre 
          al Niño: «Dará a luz un hijo y tú le pondrás 
          por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo 
          de sus pecados» (Mt 1,21).
          Aun excluyendo la generación física, la paternidad de 
          José fue una paternidad real, no aparente. Distinguiendo entre 
          padre y progenitor, una antigua monografía sobre la virginidad 
          de María -el De Margarita (siglo IV)- afirma que «los compromisos 
          adquiridos por la Virgen y José como esposos hicieron que él 
          pudiese ser llamado con este nombre (de padre); un padre, sin embargo, 
          que no ha engendrado». José, pues, ejerció en relación 
          con Jesús la función de padre, gozando de una autoridad 
          a la que el Redentor libremente se «sometió» (Lc 
          2,51), contribuyendo a su educación y transmitiéndole 
          el oficio de carpintero.
          Los cristianos han reconocido siempre en José a aquel que vivió 
          una comunión íntima con María y Jesús, deduciendo 
          que también en la muerte gozó de su presencia consoladora 
          y afectuosa. De esta constante tradición cristiana se ha desarrollado 
          en muchos lugares una especial devoción a la santa Familia y 
          en ella a san José, Custodio del Redentor. El Papa León 
          XIII, como es sabido, le encomendó el patrocinio de toda la Iglesia.