1. La Iglesia ha manifestado de modo constante su fe en la virginidad 
          perpetua de María. Los textos más antiguos, cuando se 
          refieren a la concepción de Jesús, llaman a María 
          sencillamente Virgen, pero dando a entender que consideraban esa cualidad 
          como un hecho permanente, referido a toda su vida.
          Los cristianos de los primeros siglos expresaron esa convicción 
          de fe mediante el término griego «siempre virgen», 
          creado para calificar de modo único y eficaz la persona de María, 
          y expresar en una sola palabra la fe de la Iglesia en su virginidad 
          perpetua. Lo encontramos ya en el segundo símbolo de fe de san 
          Epifanio, en el año 374, con relación a la Encarnación: 
          el Hijo de Dios «se encarnó, es decir, fue engendrado de 
          modo perfecto por santa María, la siempre virgen, por obra del 
          Espíritu Santo» (Ancoratus, 119, 5: DS 44).
          La expresión siempre virgen fue recogida por el segundo concilio 
          de Constantinopla, que afirmó: el Verbo de Dios «se encarnó 
          de la santa gloriosa Madre de Dios y siempre Virgen María, y 
          nació de ella» (DS 422). Esta doctrina fue confirmada por 
          otros dos concilios ecuménicos, el cuarto de Letrán, año 
          1215 (DS 801), y el segundo de Lyón, año 1274 (DS 852), 
          y por el texto de la definición del dogma de la Asunción, 
          año 1950 (DS 3.903), en el que la virginidad perpetua de María 
          es aducida entre los motivos de su elevación en cuerpo y alma 
          a la gloria celeste.
          2. Usando una fórmula sintética, la tradición de 
          la Iglesia ha presentado a María como «virgen antes del 
          parto, durante el parto y después del parto», afirmando, 
          mediante la mención de estos tres momentos, que no dejó 
          nunca de ser virgen.
          De las tres, la afirmación de la virginidad antes del parto es, 
          sin duda, la más importante, ya que se refiere a la concepción 
          de Jesús y toca directamente el misterio mismo de la Encarnación. 
          Esta verdad ha estado presente desde el principio y de forma constante 
          en la fe de la Iglesia.
          La virginidad durante el parto y después del parto, aunque se 
          halla contenida implícitamente en el título de virgen 
          atribuido a María ya en los orígenes de la Iglesia, se 
          convierte en objeto de profundización doctrinal cuando algunos 
          comienzan explícitamente a ponerla en duda. El Papa Hormisdas 
          precisa que «el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre y nació 
          en el tiempo como hombre, abriendo al nacer el seno de su madre (cf. 
          Lc 2,23) y, por el poder de Dios, sin romper la virginidad de su madre» 
          (DS 368). Esta doctrina fue confirmada por el concilio Vaticano II, 
          en el que se afirma que el Hijo primogénito de María «no 
          menoscabó su integridad virginal, sino que la santificó» 
          (Lumen gentium, 57). Por lo que se refiere a la virginidad después 
          del parto, es preciso destacar ante todo que no hay motivos para pensar 
          que la voluntad de permanecer virgen, manifestada por María en 
          el momento de la Anunciación (cf. Lc 1,34), haya cambiado posteriormente. 
          Además, el sentido inmediato de las palabras: «Mujer, ahí 
          tienes a tu hijo», «ahí tienes a tu madre» 
          (Jn 19,26-27), que Jesús dirige desde la cruz a María 
          y al discípulo predilecto, hace suponer una situación 
          que excluye la presencia de otros hijos nacidos de María.
          Los que niegan la virginidad después del parto han pensado encontrar 
          un argumento probatorio en el término «primogénito», 
          que el evangelio atribuye a Jesús (cf. Lc 2,7), como si esa expresión 
          diera a entender que María engendró otros hijos después 
          de Jesús. Pero la palabra «primogénito» significa 
          literalmente «hijo no precedido por otro» y, de por sí, 
          prescinde de la existencia de otros hijos. Además, el evangelista 
          subraya esta característica del Niño, pues con el nacimiento 
          del primogénito estaban vinculadas algunas prescripciones de 
          la ley judaica, independientemente del hecho de que la madre hubiera 
          dado a luz otros hijos. A cada hijo único se aplicaban, por consiguiente, 
          esas prescripciones por ser «el primogénito» (cf. 
          Lc 2,23).
          3. Según algunos, contra la virginidad de María después 
          del parto estarían aquellos textos evangélicos que recuerdan 
          la existencia de cuatro «hermanos de Jesús»: Santiago, 
          José, Simón y Judas (cf. Mt 13,55-56; Mc 6,3), y de varias 
          hermanas.
          Conviene recordar que, tanto en la lengua hebrea como en la aramea, 
          no existe un término particular para expresar la palabra primo 
          y que, por consiguiente, los términos hermano y hermana tenían 
          un significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco. 
          En realidad, con el término hermanos de Jesús se indican 
          los hijos de una María discípula de Cristo (cf. Mt 27,56), 
          que es designada de modo significativo como «la otra María» 
          (Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según 
          una expresión frecuente en el Antiguo Testamento (cf. Catecismo 
          de la Iglesia católica, n. 500). 
          Así pues, María santísima es la siempre Virgen. 
          Esta prerrogativa suya es consecuencia de la maternidad divina, que 
          la consagró totalmente a la misión redentora de Cristo.