INTRODUCCIÓN
          1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el 
          segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración 
          apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su 
          sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer 
          Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada 
          a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual 
          de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha 
          perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado 
          por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc 
          in altum!), para anunciar, más aún, 'proclamar' a Cristo 
          al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y 
          la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto 
          en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización».1
          El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, 
          es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad 
          de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje 
          evangélico, del cual es como un compendio.2 En él resuena 
          la oración de María, su perenne Magnificat por la obra 
          de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, 
          el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza 
          del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante 
          el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas 
          de las mismas manos de la Madre del Redentor. 
          Los Romanos Pontífices y el Rosario
          2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de 
          mis Predecesores. Un mérito particular a este respecto corresponde 
          a León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó 
          la Encíclica Supremi apostolatus officio,3 importante declaración 
          con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, 
          indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males 
          de la sociedad. Entre los Papas más recientes que, en la época 
          conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo 
          recordar al Beato Juan XXIII4 y, sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación 
          apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración 
          del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter evangélico 
          del Rosario y su orientación cristológica. 
          Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar 
          a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un 
          puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. 
          Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente 
          la visita al Santuario de Kalwaria. El Rosario me ha acompañado 
          en los momentos de alegría y en los de tribulación. A 
          él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he 
          encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre 
          de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede 
          de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El 
          Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! 
          Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] Se puede decir 
          que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre 
          el capítulo final de la Constitución Lumen gentium del 
          Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de 
          la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, 
          con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma 
          los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su 
          conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen 
          en comunión vital con Jesús a través –podríamos 
          decir– del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro 
          corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los 
          hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, 
          la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, 
          sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más 
          en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario 
          sintoniza con el ritmo de la vida humana ».5 
          Con estas palabras, mis queridos Hermanos y Hermanas, introducía 
          mi primer año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. 
          Hoy, al inicio del vigésimo quinto año de servicio como 
          Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo. Cuántas gracias he recibido 
          de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años: 
          Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor 
          con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección 
          he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!
          Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario
          3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica 
          Novo millennio ineunte, en la que, después de la experiencia 
          jubilar, he invitado al Pueblo de Dios « a caminar desde Cristo 
          »,6 he sentido la necesidad de desarrollar una reflexión 
          sobre el Rosario, en cierto modo como coronación mariana de dicha 
          Carta apostólica, para exhortar a la contemplación del 
          rostro de Cristo en compañía y a ejemplo de su Santísima 
          Madre. Recitar el Rosario, en efecto, es en realidad contemplar con 
          María el rostro de Cristo. Para dar mayor realce a esta invitación, 
          con ocasión del próximo ciento veinte aniversario de la 
          mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo largo 
          del año se proponga y valore de manera particular esta oración 
          en las diversas comunidades cristianas. Proclamo, por tanto, el año 
          que va de este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario. 
          Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad 
          eclesial. Con ella no quiero obstaculizar, sino más bien integrar 
          y consolidar los planes pastorales de las Iglesias particulares. Confío 
          que sea acogida con prontitud y generosidad. El Rosario, comprendido 
          en su pleno significado, conduce al corazón mismo del vida cristiana 
          y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda espiritual y pedagógica, 
          para la contemplación personal, la formación del Pueblo 
          de Dios y la nueva evangelización. Me es grato reiterarlo recordando 
          con gozo también otro aniversario: los 40 años del comienzo 
          del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962), el 
          «gran don de gracia» dispensada por el espíritu de 
          Dios a la Iglesia de nuestro tiempo.7
          Objeciones al Rosario
          4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones. 
          La primera se refiere a la urgencia de afrontar una cierta crisis de 
          esta oración que, en el actual contexto histórico y teológico, 
          corre el riesgo de ser infravalorada injustamente y, por tanto, poco 
          propuesta a las nuevas generaciones. Hay quien piensa que la centralidad 
          de la Liturgia, acertadamente subrayada por el Concilio Ecuménico 
          Vaticano II, tenga necesariamente como consecuencia una disminución 
          de la importancia del Rosario. En realidad, como puntualizó Pablo 
          VI, esta oración no sólo no se opone a la Liturgia, sino 
          que le da soporte, ya que la introduce y la recuerda, ayudando a vivirla 
          con plena participación interior, recogiendo así sus frutos 
          en la vida cotidiana. 
          Quizás hay también quien teme que pueda resultar poco 
          ecuménica por su carácter marcadamente mariano. En realidad, 
          se coloca en el más límpido horizonte del culto a la Madre 
          de Dios, tal como el Concilio ha establecido: un culto orientado al 
          centro cristológico de la fe cristiana, de modo que «mientras 
          es honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado».8 
          Comprendido adecuadamente, el Rosario es una ayuda, no un obstáculo 
          para el ecumenismo.
          Vía de contemplación
          5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación 
          la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido 
          para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del 
          misterio cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica Novo 
          millennio ineunte como verdadera y propia 'pedagogía de la santidad': 
          «es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el 
          arte de la oración».9 Mientras en la cultura contemporánea, 
          incluso entre tantas contradicciones, aflora una nueva exigencia de 
          espiritualidad, impulsada también por influjo de otras religiones, 
          es más urgente que nunca que nuestras comunidades cristianas 
          se conviertan en «auténticas escuelas de oración».10 
          
          El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición 
          de la contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una 
          oración típicamente meditativa y se corresponde de algún 
          modo con la «oración del corazón», u «oración 
          de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.
          Oración por la paz y por la familia
          6. Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso 
          a la propagación del Rosario. Ante todo, la urgencia de implorar 
          de Dios el don de la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces 
          por mis Predecesores y por mí mismo como oración por la 
          paz. Al inicio de un milenio que se ha abierto con las horrorosas escenas 
          del atentado del 11 de septiembre de 2001 y que ve cada día en 
          muchas partes del mundo nuevos episodios de sangre y violencia, promover 
          el Rosario significa sumirse en la contemplación del misterio 
          de Aquél que «es nuestra paz: el que de los dos pueblos 
          hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 
          2, 14). No se puede, pues, recitar el Rosario sin sentirse implicados 
          en un compromiso concreto de servir a la paz, con una particular atención 
          a la tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada y tan 
          querida por el corazón cristiano. 
          Otro ámbito crucial de nuestro tiempo, que requiere una urgente 
          atención y oración, es el de la familia, célula 
          de la sociedad, amenazada cada vez más por fuerzas disgregadoras, 
          tanto de índole ideológica como práctica, que hacen 
          temer por el futuro de esta fundamental e irrenunciable institución 
          y, con ella, por el destino de toda la sociedad. En el marco de una 
          pastoral familiar más amplia, fomentar el Rosario en las familias 
          cristianas es una ayuda eficaz para contrastar los efectos desoladores 
          de esta crisis actual.
          « ¡Ahí tienes a tu madre! » (Jn 19, 27)
          7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen 
          ejerce también hoy, precisamente a través de esta oración, 
          aquella solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia que 
          el Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del 
          discípulo predilecto: «¡Mujer, ahí tienes 
          a tu hijo!» (Jn 19, 26). Son conocidas las distintas circunstancias 
          en las que la Madre de Cristo, entre el siglo XIX y XX, ha hecho de 
          algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo 
          de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa.
          Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que conservan 
          en el vida de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido 
          de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y Fátima,11 cuyos Santuarios 
          son meta de numerosos peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza. 
          
          Tras las huellas de los testigos
          8. Sería imposible citar la multitud innumerable de Santos que 
          han encontrado en el Rosario un auténtico camino de santificación. 
          Bastará con recordar a san Luis María Grignion de Montfort, 
          autor de un preciosa obra sobre el Rosario12 y, más cercano a 
          nosotros, al Padre Pío de Pietrelcina, que recientemente he tenido 
          la alegría de canonizar. Un especial carisma como verdadero apóstol 
          del Rosario tuvo también el Beato Bartolomé Longo. Su 
          camino de santidad se apoya sobre una inspiración sentida en 
          lo más hondo de su corazón: « ¡Quien propaga 
          el Rosario se salva! ».13 Basándose en ello, se sintió 
          llamado a construir en Pompeya un templo dedicado a la Virgen del Santo 
          Rosario colindante con los restos de la antigua ciudad, apenas influenciada 
          por el anuncio cristiano antes de quedar cubierta por la erupción 
          del Vesuvio en el año 79 y rescatada de sus cenizas siglos después, 
          como testimonio de las luces y las sombras de la civilización 
          clásica. 
          Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince 
          Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el meollo 
          cristológico y contemplativo del Rosario, que ha contado con 
          un particular aliento y apoyo en León XIII, el «Papa del 
          Rosario».
          CAPÍTULO I: CONTEMPLAR A CRISTO CON MARÍA
          Un rostro brillante como el sol
          9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso 
          brillante como el sol» (Mt 17, 2). La escena evangélica 
          de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles 
          Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, 
          puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. 
          Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino 
          ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino 
          manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha 
          del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por 
          lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos 
          disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar 
          de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu 
          Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de 
          san Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, 
          nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así 
          es como actúa el Señor, que es Espíritu» 
          (2 Co 3, 18).
          María modelo de contemplación
          10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo 
          insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha 
          sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella 
          una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente 
          más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad 
          de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los 
          ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él 
          ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu 
          Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar 
          sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se 
          vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando 
          lo «envolvió en pañales y le acostó en un 
          pesebre» (Lc 2, 7).
          Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, 
          no se apartará jamás de Él. Será a veces 
          una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío 
          en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? 
          » (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, 
          capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus 
          sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná 
          (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo 
          bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la 
          mirada de la 'parturienta', ya que María no se limitará 
          a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino 
          que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado 
          a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será 
          una mirada radiante por la alegría de la resurrección 
          y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu 
          en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).
          Los recuerdos de María
          11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de 
          sus palabras: « Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en 
          su corazón » (Lc 2, 19; cf. 2, 51). Los recuerdos de Jesús, 
          impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola 
          a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto 
          al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto 
          sentido, el 'rosario' que Ella ha recitado constantemente en los días 
          de su vida terrenal.
          Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén 
          celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias 
          y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia 
          peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. 
          María propone continuamente a los creyentes los 'misterios' de 
          su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar 
          toda su fuerza salvadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana 
          está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.
          El Rosario, oración contemplativa
          12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, 
          es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, 
          se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin 
          contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre 
          el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas 
          y de contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, 
          no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados 
          en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7). Por su naturaleza el rezo 
          del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca 
          en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, 
          vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más 
          cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza».14 
          
          Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para 
          poner de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su 
          carácter de contemplación cristológica.
          Recordar a Cristo con María
          13. La contemplación de María es ante todo un recordar. 
          Conviene sin embargo entender esta palabra en el sentido bíblico 
          de la memoria (zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en 
          la historia de la salvación. La Biblia es narración de 
          acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en el propio 
          Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un 'ayer'; son también 
          el 'hoy' de la salvación. Esta actualización se realiza 
          en particular en la Liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo hace siglos 
          no concierne solamente a los testigos directos de los acontecimientos, 
          sino que alcanza con su gracia a los hombres de cada época. Esto 
          vale también, en cierto modo, para toda consideración 
          piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de 
          ellos en actitud de fe y amor significa abrirse a la gracia que Cristo 
          nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección. 
          
          Por esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, 
          como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, 
          es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, 
          al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza»,15 también 
          es necesario recordar que la vida espiritual « no se agota sólo 
          con la participación en la sagrada Liturgia. El cristiano, llamado 
          a orar en común, debe no obstante, entrar también en su 
          interior para orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6, 6); más 
          aún: según enseña el Apóstol, debe orar 
          sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17) ».16 El Rosario, con 
          su carácter específico, pertenece a este variado panorama 
          de la oración 'incesante', y si la Liturgia, acción de 
          Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, 
          el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, 
          es contemplación saludable. En efecto, penetrando, de misterio 
          en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado 
          y la Liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia 
          existencia. 
          Comprender a Cristo desde María
          14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. 
          No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, 
          sino de 'comprenderle a Él'. Pero en esto, ¿qué 
          maestra más experta que María? Si en el ámbito 
          divino el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la 
          plena verdad de Cristo (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13), entre las criaturas 
          nadie mejor que Ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos 
          en un conocimiento profundo de su misterio.
          El primero de los 'signos' llevado a cabo por Jesús –la 
          transformación del agua en vino en las bodas de Caná– 
          nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta 
          a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2, 5). 
          Y podemos imaginar que ha desempeñado esta función con 
          los discípulos después de la Ascensión de Jesús, 
          cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu Santo 
          y los confortó en la primera misión. Recorrer con María 
          las escenas del Rosario es como ir a la 'escuela' de María para 
          leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.
          Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa 
          que Ella la ejerce consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu 
          Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella 
          «peregrinación de la fe»,17 en la cual es maestra 
          incomparable. Ante cada misterio del Hijo, Ella nos invita, como en 
          su Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que 
          conducen a la luz, para concluir siempre con la obediencia de la fe: 
          « He aquí la esclava del Señor, hágase en 
          mí según tu palabra » (Lc 1, 38). 
          Configurarse a Cristo con María
          15. La espiritualidad cristiana tiene como característica el 
          deber del discípulo de configurarse cada vez más plenamente 
          con su Maestro (cf. Rm 8, 29; Flp 3, 10. 21). La efusión del 
          Espíritu en el Bautismo une al creyente como el sarmiento a la 
          vid, que es Cristo (cf. Jn 15, 5), lo hace miembro de su Cuerpo místico 
          (cf. 1 Co 12, 12; Rm 12, 5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha 
          de corresponder un camino de adhesión creciente a Él, 
          que oriente cada vez más el comportamiento del discípulo 
          según la 'lógica' de Cristo: «Tened entre vosotros 
          los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5). Hace falta, según 
          las palabras del Apóstol, «revestirse de Cristo» 
          (cf. Rm 13, 14; Ga 3, 27).
          En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación 
          incesante del rostro de Cristo –en compañía de María– 
          este exigente ideal de configuración con Él se consigue 
          a través de una asiduidad que pudiéramos decir 'amistosa'.
          Ésta nos introduce de modo natural en la vida de Cristo y nos 
          hace como 'respirar' sus sentimientos. Acerca de esto dice el Beato 
          Bartolomé Longo: «Como dos amigos, frecuentándose, 
          suelen parecerse también en las costumbres, así nosotros, 
          conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los 
          Misterios del Rosario, y formando juntos una misma vida de comunión, 
          podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos 
          a ellos, y aprender de estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre, 
          escondido, paciente y perfecto».18 
          Además, mediante este proceso de configuración con Cristo, 
          en el Rosario nos encomendamos en particular a la acción materna 
          de la Virgen Santa. Ella, que es la madre de Cristo y a la vez miembro 
          de la Iglesia como «miembro supereminente y completamente singular»,19 
          es al mismo tiempo 'Madre de la Iglesia'. Como tal 'engendra' continuamente 
          hijos para el Cuerpo místico del Hijo. Lo hace mediante su intercesión, 
          implorando para ellos la efusión inagotable del Espíritu. 
          Ella es el icono perfecto de la maternidad de la Iglesia.
          El Rosario nos transporta místicamente junto a María, 
          dedicada a seguir el crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. 
          Eso le permite educarnos y modelarnos con la misma diligencia, hasta 
          que Cristo «sea formado» plenamente en nosotros (cf. Ga 
          4, 19). Esta acción de María, basada totalmente en la 
          de Cristo y subordinada radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna 
          manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo».20 
          Es el principio iluminador expresado por el Concilio Vaticano II, que 
          tan intensamente he experimentado en mi vida, haciendo de él 
          la base de mi lema episcopal: Totus tuus.21 Un lema, como es sabido, 
          inspirado en la doctrina de san Luis María Grignion de Montfort, 
          que explicó así el papel de María en el proceso 
          de configuración de cada uno de nosotros con Cristo: «Como 
          quiera que toda nuestra perfección consiste en el ser conformes, 
          unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de la devociones 
          es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une y nos consagra lo 
          más perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, 
          de todas las criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue 
          que, de todas las devociones, la que más consagra y conforma 
          un alma a Jesucristo es la devoción a María, su Santísima 
          Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima 
          Virgen, tanto más lo estará a Jesucristo».22 De 
          verdad, en el Rosario el camino de Cristo y el de María se encuentran 
          profundamente unidos. ¡María no vive más que en 
          Cristo y en función de Cristo! 
          Rogar a Cristo con María
          16. Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza 
          para ser escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; 
          llamad y se os abrirá» (Mt 7, 7). El fundamento de esta 
          eficacia de la oración es la bondad del Padre, pero también 
          la mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2, 1) y la acción 
          del Espíritu Santo, que «intercede por nosotros» 
          (Rm 8, 26-27) según los designios de Dios. En efecto, nosotros 
          «no sabemos cómo pedir» (Rm 8, 26) y a veces no somos 
          escuchados porque pedimos mal (cf. St 4, 2-3).
          Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen 
          brotar en nuestro corazón, interviene María con su intercesión 
          materna. «La oración de la Iglesia está como apoyada 
          en la oración de María».23 Efectivamente, si Jesús, 
          único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, 
          pura transparencia de Él, muestra el Camino, y «a partir 
          de esta cooperación singular de María a la acción 
          del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración 
          a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo 
          manifestada en sus misterios».24 En las bodas de Caná, 
          el Evangelio muestra precisamente la eficacia de la intercesión 
          de María, que se hace portavoz ante Jesús de las necesidades 
          humanas: «No tienen vino» (Jn 2, 3). 
          El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria 
          insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna 
          intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo. Ella 
          es «omnipotente por gracia», como, con audaz expresión 
          que debe entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el Beato 
          Bartolomé Longo.25 Basada en el Evangelio, ésta es una 
          certeza que se ha ido consolidando por experiencia propia en el pueblo 
          cristiano. El eminente poeta Dante la interpreta estupendamente, siguiendo 
          a san Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres tan grande y tanto 
          vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo 
          vuele sin alas».26 En el Rosario, mientras suplicamos a María, 
          templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), Ella intercede por 
          nosotros ante el Padre que la ha llenado de gracia y ante el Hijo nacido 
          de su seno, rogando con nosotros y por nosotros.
          Anunciar a Cristo con María
          17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización, 
          en el que el misterio de Cristoes presentado continuamente en los diversos 
          aspectos de la experiencia cristiana. Es una presentación orante 
          y contemplativa, que trata de modelar al cristiano según el corazón 
          de Cristo. Efectivamente, si en el rezo del Rosario se valoran adecuadamente 
          todos sus elementos para una meditación eficaz, se da, especialmente 
          en la celebración comunitaria en las parroquias y los santuarios, 
          una significativa oportunidad catequética que los Pastores deben 
          saber aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también 
          de este modo su obra de anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra 
          cómo esta oración ha sido utilizada especialmente por 
          los Dominicos, en un momento difícil para la Iglesia a causa 
          de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos 
          desafíos. ¿Por qué no volver a tomar en la mano 
          las cuentas del rosario con la fe de quienes nos han precedido? El Rosario 
          conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso importante en el bagaje 
          pastoral de todo buen evangelizador. 
          CAPÍTULO II: MISTERIOS DE CRISTO, MISTERIOS DE LA MADRE
          El Rosario «compendio del Evangelio»
          18. A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega 
          escuchando, en el Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie 
          conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27). Cerca de Cesarea 
          de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús puntualiza 
          de dónde proviene esta clara intuición sobre su identidad: 
          «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que 
          está en los cielos» (Mt 16, 17). Así pues, es necesaria 
          la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es indispensable 
          ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del silencio 
          y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede 
          madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, 
          fiel y coherente, de aquel misterio».27 
          El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración 
          cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo. 
          Así lo describía el Papa Pablo VI: « Oración 
          evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, 
          el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente 
          cristológica. En efecto, su elemento más característico 
          –la repetición litánica del "Dios te salve, 
          María"– se convierte también en alabanza constante 
          a Cristo, término último del anuncio del Ángel 
          y del saludo de la Madre del Bautista: "Bendito el fruto de tu 
          seno" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave 
          Maria constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación 
          de los misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda 
          es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una 
          y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen».28 
          Una incorporación oportuna
          19. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como 
          se ha consolidado en la práctica más común corroborada 
          por la autoridad eclesial, sólo considera algunos. Dicha selección 
          proviene del contexto original de esta oración, que se organizó 
          teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de los Salmos.
          No obstante, para resaltar el carácter cristológico del 
          Rosario, considero oportuna una incorporación que, si bien se 
          deja a la libre consideración de los individuos y de la comunidad, 
          les permita contemplar también los misterios de la vida pública 
          de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. En efecto, en estos 
          misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de Cristo 
          como revelador definitivo de Dios. Él es quien, declarado Hijo 
          predilecto del Padre en el Bautismo en el Jordán, anuncia la 
          llegada del Reino, dando testimonio de él con sus obras y proclamando 
          sus exigencias. Durante la vida pública es cuando el misterio 
          de Cristo se manifiesta de manera especial como misterio de luz: «Mientras 
          estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9, 5). 
          Para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio 
          del Evangelio', es conveniente pues que, tras haber recordado la encarnación 
          y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar 
          los sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo 
          de la resurrección (misterios de gloria), la meditación 
          se centre también en algunos momentos particularmente significativos 
          de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación 
          de nuevos misterios, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de 
          la estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla 
          vivir con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como 
          verdadera introducción a la profundidad del Corazón de 
          Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria.
          Misterios de gozo
          20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza 
          efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. 
          Esto es evidente desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel 
          a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría 
          mesiánica: «Alégrate, María». A este 
          anuncio apunta toda la historia de la salvación, es más, 
          en cierto modo, la historia misma del mundo. En efecto, si el designio 
          del Padre es de recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Ef 1, 10), 
          el don divino con el que el Padre se acerca a María para hacerla 
          Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la humanidad 
          está como implicada en el fiat con el que Ella responde prontamente 
          a la voluntad de Dios.
          El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde 
          la voz misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen 
          «saltar de alegría» a Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta 
          de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento del divino 
          Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles 
          y anunciado a los pastores como «una gran alegría» 
          (Lc 2, 10).
          Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de 
          la alegría, anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación 
          en el templo, a la vez que expresa la dicha de la consagración 
          y extasía al viejo Simeón, contiene también la 
          profecía de que el Niño será «señal 
          de contradicción» para Israel y de que una espada traspasará 
          el alma de la Madre (cf. Lc 2, 34-35). Gozoso y dramático al 
          mismo tiempo es también el episodio de Jesús de 12 años 
          en el templo. Aparece con su sabiduría divina mientras escucha 
          y pregunta, y ejerciendo sustancialmente el papel de quien 'enseña'. 
          La revelación de su misterio de Hijo, dedicado enteramente a 
          las cosas del Padre, anuncia aquella radicalidad evangélica que, 
          ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta los más 
          profundos lazos de afecto humano. José y María mismos, 
          sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus palabras 
          (Lc 2, 50).
          De este modo, meditar los misterios «gozosos» significa 
          adentrarse en los motivos últimos de la alegría cristiana 
          y en su sentido más profundo. Significa fijar la mirada sobre 
          lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre el sombrío 
          preanuncio del misterio del dolor salvífico. María nos 
          ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos 
          que el cristianismo es ante todo evangelion, 'buena noticia', que tiene 
          su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, 
          el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo.
          Misterios de luz
          21. Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública 
          de Jesús, la contemplación nos lleva a los misterios que 
          se pueden llamar de manera especial «misterios de luz». 
          En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él es «la 
          luz del mundo» (Jn 8, 12). Pero esta dimensión se manifiesta 
          sobre todo en los años de la vida pública, cuando anuncia 
          el evangelio del Reino. Deseando indicar a la comunidad cristiana cinco 
          momentos significativos –misterios «luminosos»– 
          de esta fase de la vida de Cristo, pienso que se pueden señalar: 
          1. su Bautismo en el Jordán; 2. su autorrevelación en 
          las bodas de Caná; 3. su anuncio del Reino de Dios invitando 
          a la conversión; 4. su Transfiguración; 5. institución 
          de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual.
          Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona 
          misma de Jesús. Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el 
          Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace 
          'pecado' por nosotros (cf. 2 Co 5, 21), entra en el agua del río, 
          el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cf. 
          Mt 3, 17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para 
          investirlo de la misión que le espera. Misterio de luz es el 
          comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2, 1-12), cuando Cristo, 
          transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos 
          a la fe gracias a la intervención de María, la primera 
          creyente. Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús 
          anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión 
          (cf. Mc 1, 15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él 
          con humilde fe (cf. Mc 2. 3-13; Lc 47-48), iniciando así el ministerio 
          de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el 
          fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación 
          confiado a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, 
          que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La 
          gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras 
          el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo 
          « escuchen » (cf. Lc 9, 35 par.) y se dispongan a vivir 
          con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar 
          con Él a la alegría de la Resurrección y a una 
          vida transfigurada por el Espíritu Santo. Misterio de luz es, 
          por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo 
          se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan 
          y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad « hasta 
          el extremo » (Jn13, 1) y por cuya salvación se ofrecerá 
          en sacrificio.
          Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María 
          queda en el trasfondo. Los Evangelios apenas insinúan su eventual 
          presencia en algún que otro momento de la predicación 
          de Jesús (cf. Mc 3, 31-35; Jn 2, 12) y nada dicen sobre su presencia 
          en el Cenáculo en el momento de la institución de la Eucaristía. 
          Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná 
          acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, 
          que en el Bautismo en el Jordán proviene directamente del Padre 
          y ha resonado en el Bautista, aparece también en labios de María 
          en Caná y se convierte en su gran invitación materna dirigida 
          a la Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os 
          diga» (Jn 2, 5). Es una exhortación que introduce muy bien 
          las palabras y signos de Cristo durante su vida pública, siendo 
          como el telón de fondo mariano de todos los «misterios 
          de luz».
          Misterios de dolor
          22. Los Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. 
          La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica 
          del Via Crucis, se ha detenido siempre sobre cada uno de los momentos 
          de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la revelación 
          del amor y la fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge 
          algunos momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar en 
          ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario meditativo 
          se abre con Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente 
          angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad 
          de la carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo 
          se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente a 
          todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre: «no se 
          haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42 par.). Este «sí» 
          suyo cambia el «no» de los progenitores en el Edén. 
          Y cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad 
          del Padre se muestra en los misterios siguientes, en los que, con la 
          flagelación, la coronación de espinas, la subida al Calvario 
          y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: Ecce homo! 
          
          En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el sentido 
          mismo del hombre. Ecce homo: quien quiera conocer al hombre, ha de saber 
          descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios 
          que se humilla por amor «hasta la muerte y muerte de cruz» 
          (Flp 2, 8). Los misterios de dolor llevan el creyente a revivir la muerte 
          de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María, 
          para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y 
          sentir toda su fuerza regeneradora.
          Misterios de gloria
          23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse 
          a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!».29 
          El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando 
          al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse 
          en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión. 
          Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones 
          de la propia fe (cf. 1 Co 15, 14), y revive la alegría no solamente 
          de aquellos a los que Cristo se manifestó –los Apóstoles, 
          la Magdalena, los discípulos de Emaús–, sino también 
          el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva 
          vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión 
          pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma 
          con la Asunción, anticipando así, por especialísimo 
          privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección 
          de la carne. Al fin, coronada de gloria –como aparece en el último 
          misterio glorioso–, María resplandece como Reina de los 
          Ángeles y los Santos, anticipación y culmen de la condición 
          escatológica del Iglesia. 
          En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el 
          Rosario considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, 
          que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, 
          avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta 
          para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, 
          como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes 
          a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, 
          en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran 'icono' es la escena de 
          Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos alimentan 
          en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia 
          la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios peregrino en la 
          historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio 
          valiente de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda 
          su vida. 
          De los 'misterios' al 'Misterio': el camino de María
          24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son 
          ciertamente exhaustivos, pero llaman la atención sobre lo esencial, 
          preparando el ánimo para gustar un conocimiento de Cristo, que 
          se alimenta continuamente del manantial puro del texto evangélico. 
          Cada rasgo de la vida de Cristo, tal como lo narran los Evangelistas, 
          refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento (cf. Ef 3, 19). 
          Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside toda 
          la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Por eso 
          el Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios 
          de Cristo, recordando que «todo en la vida de Jesús es 
          signo de su Misterio».30 El «duc in altum» de la Iglesia 
          en el tercer Milenio se basa en la capacidad de los cristianos de alcanzar 
          «en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento 
          del Misterio de Dios, en el cual están ocultos todos los tesoros 
          de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 2-3). La Carta 
          a los Efesios desea ardientemente a todos los bautizados: «Que 
          Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados 
          y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor de Cristo, 
          que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta 
          la total plenitud de Dios» (3, 17-19).
          El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse 
          más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido 
          de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. Es el 
          camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio 
          y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana 
          consciente de la inseparable relación que une Cristo con su Santa 
          Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, 
          los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada 
          directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por 
          Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria las palabras del ángel 
          Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre 
          de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el 
          «fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42).
          Misterio de Cristo, 'misterio' del hombre
          25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración 
          predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver. Dije 
          entonces que « el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la 
          vida humana ».31 
          A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de 
          Cristo, no es difícil profundizar en esta consideración 
          antropológica del Rosario. Una consideración más 
          radical de lo que puede parecer a primera vista. Quien contempla a Cristo 
          recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él 
          la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación 
          del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, 
          a partir de la Carta Encíclica Redemptor hominis: «Realmente, 
          el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo 
          Encarnado».32 El Rosario ayuda a abrirse a esta luz. Siguiendo 
          el camino de Cristo, el cual «recapitula» el camino del 
          hombre,33 desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la 
          imagen del verdadero hombre. Contemplando su nacimiento aprende el carácter 
          sagrado de la vida, mirando la casa de Nazaret se percata de la verdad 
          originaria de la familia según el designio de Dios, escuchando 
          al Maestro en los misterios de su vida pública encuentra la luz 
          para entrar en el Reino de Dios y, siguiendo sus pasos hacia el Calvario, 
          comprende el sentido del dolor salvador. Por fin, contemplando a Cristo 
          y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de nosotros 
          está llamado, si se deja sanar y transfigurar por el Espíritu 
          Santo. De este modo, se puede decir que cada misterio del Rosario, bien 
          meditado, ilumina el misterio del hombre. 
          Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con la 
          santa humanidad del Redentor tantos problemas, afanes, fatigas y proyectos 
          que marcan nuestra vida. «Descarga en el señor tu peso, 
          y él te sustentará» (Sal 55, 23). Meditar con el 
          Rosario significa poner nuestros afanes en los corazones misericordiosos 
          de Cristo y de su Madre. Después de largos años, recordando 
          los sinsabores, que no han faltado tampoco en el ejercicio del ministerio 
          petrino, deseo repetir, casi como una cordial invitación dirigida 
          a todos para que hagan de ello una experiencia personal: sí, 
          verdaderamente el Rosario « marca el ritmo de la vida humana », 
          para armonizarla con el ritmo de la vida divina, en gozosa comunión 
          con la Santísima Trinidad, destino y anhelo de nuestra existencia.
          
          CAPÍTULO III: « PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO »
          El Rosario, camino de asimilación del misterio
          26. El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo 
          con un método característico, adecuado para favorecer 
          su asimilación. Se trata del método basado en la repetición. 
          Esto vale ante todo para el Ave Maria, que se repite diez veces en cada 
          misterio. Si consideramos superficialmente esta repetición, se 
          podría pensar que el Rosario es una práctica árida 
          y aburrida. En cambio, se puede hacer otra consideración sobre 
          el rosario, si se toma como expresión del amor que no se cansa 
          de dirigirse hacia a la persona amada con manifestaciones que, incluso 
          parecidas en su expresión, son siempre nuevas respecto al sentimiento 
          que las inspira.
          En Cristo, Dios ha asumido verdaderamente un «corazón de 
          carne». Cristo no solamente tiene un corazón divino, rico 
          en misericordia y perdón, sino también un corazón 
          humano, capaz de todas las expresiones de afecto. A este respecto, si 
          necesitáramos un testimonio evangélico, no sería 
          difícil encontrarlo en el conmovedor diálogo de Cristo 
          con Pedro después de la Resurrección. «Simón, 
          hijo de Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le hace la pregunta, 
          tres veces Pedro responde: «Señor, tú lo sabes que 
          te quiero» (cf. Jn 21, 15-17). Más allá del sentido 
          específico del pasaje, tan importante para la misión de 
          Pedro, a nadie se le escapa la belleza de esta triple repetición, 
          en la cual la reiterada pregunta y la respuesta se expresan en términos 
          bien conocidos por la experiencia universal del amor humano. Para comprender 
          el Rosario, hace falta entrar en la dinámica psicológica 
          que es propia del amor.
          Una cosa está clara: si la repetición del Ave Maria se 
          dirige directamente a María, el acto de amor, con Ella y por 
          Ella, se dirige a Jesús. La repetición favorece el deseo 
          de una configuración cada vez más plena con Cristo, verdadero 
          'programa' de la vida cristiana. San Pablo lo ha enunciado con palabras 
          ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una 
          ganancia» (Flp 1, 21). Y también: «No vivo yo, sino 
          que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El Rosario 
          nos ayuda a crecer en esta configuración hasta la meta de la 
          santidad.
          Un método válido...
          27. No debe extrañarnos que la relación con Cristo se 
          sirva de la ayuda de un método. Dios se comunica con el hombre 
          respetando nuestra naturaleza y sus ritmos vitales. Por esto la espiritualidad 
          cristiana, incluso conociendo las formas más sublimes del silencio 
          místico, en el que todas las imágenes, palabras y gestos 
          son como superados por la intensidad de una unión inefable del 
          hombre con Dios, se caracteriza normalmente por la implicación 
          de toda la persona, en su compleja realidad psicofísica y relacional.
          Esto aparece de modo evidente en la Liturgia. Los Sacramentos y los 
          Sacramentales están estructurados con una serie de ritos relacionados 
          con las diversas dimensiones de la persona. También la oración 
          no litúrgica expresa la misma exigencia. Esto se confirma por 
          el hecho de que, en Oriente, la oración más característica 
          de la meditación cristológica, la que está centrada 
          en las palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad 
          de mí, pecador»,34 está vinculada tradicionalmente 
          con el ritmo de la respiración, que, mientras favorece la perseverancia 
          en la invocación, da como una consistencia física al deseo 
          de que Cristo se convierta en el aliento, el alma y el 'todo' de la 
          vida.
          ... que, no obstante, se puede mejorar
          28. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he recordado 
          que en Occidente existe hoy también una renovada exigencia de 
          meditación, que encuentra a veces en otras religiones modalidades 
          bastante atractivas.35 Hay cristianos que, al conocer poco la tradición 
          contemplativa cristiana, se dejan atraer por tales propuestas. Sin embargo, 
          aunque éstas tengan elementos positivos y a veces compaginables 
          con la experiencia cristiana, a menudo esconden un fondo ideológico 
          inaceptable. En dichas experiencias abunda también una metodología 
          que, pretendiendo alcanzar una alta concentración espiritual, 
          usa técnicas de tipo psicofísico, repetitivas y simbólicas. 
          El Rosario forma parte de este cuadro universal de la fenomenología 
          religiosa, pero tiene características propias, que responden 
          a las exigencias específicas de la vida cristiana. 
          En efecto, el Rosario es un método para contemplar. Como método, 
          debe ser utilizado en relación al fin y no puede ser un fin en 
          sí mismo. Pero tampoco debe infravalorarse, dado que es fruto 
          de una experiencia secular. La experiencia de innumerables Santos aboga 
          en su favor. Lo cual no impide que pueda ser mejorado. Precisamente 
          a esto se orienta la incorporación, en el ciclo de los misterios, 
          de la nueva serie de los mysteria lucis, junto con algunas sugerencias 
          sobre el rezo del Rosario que propongo en esta Carta. Con ello, aunque 
          respetando la estructura firmemente consolidada de esta oración, 
          quiero ayudar a los fieles a comprenderla en sus aspectos simbólicos, 
          en sintonía con las exigencias de la vida cotidiana. De otro 
          modo, existe el riesgo de que esta oración no sólo no 
          produzca los efectos espirituales deseados, sino que el rosario mismo 
          con el que suele recitarse, acabe por considerarse como un amuleto o 
          un objeto mágico, con una radical distorsión de su sentido 
          y su cometido
          El enunciado del misterio
          29. Enunciar el misterio, y tener tal vez la oportunidad de contemplar 
          al mismo tiempo una imagen que lo represente, es como abrir un escenario 
          en el cual concentrar la atención. Las palabras conducen la imaginación 
          y el espíritu a aquel determinado episodio o momento de la vida 
          de Cristo. En la espiritualidad que se ha desarrollado en la Iglesia, 
          tanto a través de la veneración de imágenes que 
          enriquecen muchas devociones con elementos sensibles, como también 
          del método propuesto por san Ignacio de Loyola en los Ejercicios 
          Espirituales, se ha recurrido al elemento visual e imaginativo (la compositio 
          loci) considerándolo de gran ayuda para favorecer la concentración 
          del espíritu en el misterio. Por lo demás, es una metodología 
          que se corresponde con la lógica misma de la Encarnación: 
          Dios ha querido asumir, en Jesús, rasgos humanos. Por medio de 
          su realidad corpórea, entramos en contacto con su misterio divino.
          El enunciado de los varios misterios del Rosario se corresponde también 
          con esta exigencia de concreción. Es cierto que no sustituyen 
          al Evangelio ni tampoco se refieren a todas sus páginas. El Rosario, 
          por tanto, no reemplaza la lectio divina, sino que, por el contrario, 
          la supone y la promueve. Pero si los misterios considerados en el Rosario, 
          aun con el complemento de los mysteria lucis, se limita a las líneas 
          fundamentales de la vida de Cristo, a partir de ellos la atención 
          se puede extender fácilmente al resto del Evangelio, sobre todo 
          cuando el Rosario se recita en momentos especiales de prolongado recogimiento.
          La escucha de la Palabra de Dios
          30. Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad a la meditación, 
          es útil que al enunciado del misterio siga la proclamación 
          del pasaje bíblico correspondiente, que puede ser más 
          o menos largo según las circunstancias. En efecto, otras palabras 
          nunca tienen la eficacia de la palabra inspirada. Ésta debe ser 
          escuchada con la certeza de que es Palabra de Dios, pronunciada para 
          hoy y «para mí».
          Acogida de este modo, la Palabra entra en la metodología de la 
          repetición del Rosario sin el aburrimiento que produciría 
          la simple reiteración de una información ya conocida. 
          No, no se trata de recordar una información, sino de dejar 'hablar' 
          a Dios. En alguna ocasión solemne y comunitaria, esta palabra 
          se puede ilustrar con algún breve comentario.
          El silencio
          31. La escucha y la meditación se alimentan del silencio. Es 
          conveniente que, después de enunciar el misterio y proclamar 
          la Palabra, esperemos unos momentos antes de iniciar la oración 
          vocal, para fijar la atención sobre el misterio meditado. El 
          redescubrimiento del valor del silencio es uno de los secretos para 
          la práctica de la contemplación y la meditación. 
          Uno de los límites de una sociedad tan condicionada por la tecnología 
          y los medios de comunicación social es que el silencio se hace 
          cada vez más difícil. Así como en la Liturgia se 
          recomienda que haya momentos de silencio, en el rezo del Rosario es 
          también oportuno hacer una breve pausa después de escuchar 
          la Palabra de Dios, concentrando el espíritu en el contenido 
          de un determinado misterio.
          El «Padrenuestro»
          32. Después de haber escuchado la Palabra y centrado la atención 
          en el misterio, es natural que el ánimo se eleve hacia el Padre. 
          Jesús, en cada uno de sus misterios, nos lleva siempre al Padre, 
          al cual Él se dirige continuamente, porque descansa en su 'seno' 
          (cf Jn 1, 18). Él nos quiere introducir en la intimidad del Padre 
          para que digamos con Él: «¡Abbá, Padre!» 
          (Rm 8, 15; Ga 4, 6). En esta relación con el Padre nos hace hermanos 
          suyos y entre nosotros, comunicándonos el Espíritu, que 
          es a la vez suyo y del Padre. El «Padrenuestro», puesto 
          como fundamento de la meditación cristológico-mariana 
          que se desarrolla mediante la repetición del Ave Maria, hace 
          que la meditación del misterio, aun cuando se tenga en soledad, 
          sea una experiencia eclesial.
          Las diez «Ave Maria»
          33. Este es el elemento más extenso del Rosario y que a la vez 
          lo convierte en una oración mariana por excelencia. Pero precisamente 
          a la luz del Ave Maria, bien entendida, es donde se nota con claridad 
          que el carácter mariano no se opone al cristológico, sino 
          que más bien lo subraya y lo exalta. En efecto, la primera parte 
          del Ave Maria, tomada de las palabras dirigidas a María por el 
          ángel Gabriel y por santa Isabel, es contemplación adorante 
          del misterio que se realiza en la Virgen de Nazaret. Expresan, por así 
          decir, la admiración del cielo y de la tierra y, en cierto sentido, 
          dejan entrever la complacencia de Dios mismo al ver su obra maestra 
          –la encarnación del Hijo en el seno virginal de María–, 
          análogamente a la mirada de aprobación del Génesis 
          (cf. Gn 1, 31), aquel «pathos con el que Dios, en el alba de la 
          creación, contempló la obra de sus manos».36 Repetir 
          en el Rosario el Ave Maria nos acerca a la complacencia de Dios: es 
          júbilo, asombro, reconocimiento del milagro más grande 
          de la historia. Es el cumplimiento dela profecía de María: 
          «Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» 
          (Lc1, 48).
          El centro del Ave Maria, casi como engarce entre la primera y la segunda 
          parte, es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo apresurado, 
          no se percibe este aspecto central y tampoco la relación con 
          el misterio de Cristo que se está contemplando. Pero es precisamente 
          el relieve que se da al nombre de Jesús y a su misterio lo que 
          caracteriza una recitación consciente y fructuosa del Rosario. 
          Ya Pablo VI recordó en la Exhortación apostólica 
          Marialis cultus la costumbre, practicada en algunas regiones, de realzar 
          el nombre de Cristo añadiéndole una cláusula evocadora 
          del misterio que se está meditando.37 Es una costumbre loable, 
          especialmente en la plegaria pública. Expresa con intensidad 
          la fe cristológica, aplicada a los diversos momentos de la vida 
          del Redentor. Es profesión de fe y, al mismo tiempo, ayuda a 
          mantener atenta la meditación, permitiendo vivir la función 
          asimiladora, innata en la repetición del Ave Maria, respecto 
          al misterio de Cristo. Repetir el nombre de Jesús –el único 
          nombre del cual podemos esperar la salvación (cf. Hch 4, 12)– 
          junto con el de su Madre Santísima, y como dejando que Ella misma 
          nos lo sugiera, es un modo de asimilación, que aspira a hacernos 
          entrar cada vez más profundamente en la vida de Cristo. 
          De la especial relación con Cristo, que hace de María 
          la Madre de Dios, la Theotòkos, deriva, además, la fuerza 
          de la súplica con la que nos dirigimos a Ella en la segunda parte 
          de la oración, confiando a su materna intercesión nuestra 
          vida y la hora de nuestra muerte.
          El «Gloria»
          34. La doxología trinitaria es la meta de la contemplación 
          cristiana. En efecto, Cristo es el camino que nos conduce al Padre en 
          el Espíritu. Si recorremos este camino hasta el final, nos encontramos 
          continuamente ante el misterio de las tres Personas divinas que se han 
          de alabar, adorar y agradecer. Es importante que el Gloria, culmen de 
          la contemplación, sea bien resaltado en el Rosario. En el rezo 
          público podría ser cantado, para dar mayor énfasis 
          a esta perspectiva estructural y característica de toda plegaria 
          cristiana. 
          En la medida en que la meditación del misterio haya sido atenta, 
          profunda, fortalecida –de Ave en Ave – por el amor a Cristo 
          y a María, la glorificación trinitaria en cada decena, 
          en vez de reducirse a una rápida conclusión, adquiere 
          su justo tono contemplativo, como para levantar el espíritu a 
          la altura del Paraíso y hacer revivir, de algún modo, 
          la experiencia del Tabor, anticipación de la contemplación 
          futura: «Bueno es estarnos aquí» (Lc 9, 33).
          La jaculatoria final
          35. Habitualmente, en el rezo del Rosario, después de la doxología 
          trinitaria sigue una jaculatoria, que varía según las 
          costumbres. Sin quitar valor a tales invocaciones, parece oportuno señalar 
          que la contemplación de los misterios puede expresar mejor toda 
          su fecundidad si se procura que cada misterio concluya con una oración 
          dirigida a alcanzar los frutos específicos de la meditación 
          del misterio. De este modo, el Rosario puede expresar con mayor eficacia 
          su relación con la vida cristiana. Lo sugiere una bella oración 
          litúrgica, que nos invita a pedir que, meditando los misterios 
          del Rosario, lleguemos a «imitar lo que contienen y a conseguir 
          lo que prometen».38 
          Como ya se hace, dicha oración final puede expresarse en varias 
          forma legítimas. El Rosario adquiere así también 
          una fisonomía más adecuada a las diversas tradiciones 
          espirituales y a las distintas comunidades cristianas. En esta perspectiva, 
          es de desear que se difundan, con el debido discernimiento pastoral, 
          las propuestas más significativas, experimentadas tal vez en 
          centros y santuarios marianos que cultivan particularmente la práctica 
          del Rosario, de modo que el Pueblo de Dios pueda acceder a toda auténtica 
          riqueza espiritual, encontrando así una ayuda para la propia 
          contemplación.
          El 'rosario'
          36. Instrumento tradicional para rezarlo es el rosario. En la práctica 
          más superficial, a menudo termina por ser un simple instrumento 
          para contar la sucesión de las Ave Maria. Pero sirve también 
          para expresar un simbolismo, que puede dar ulterior densidad a la contemplación.
          A este propósito, lo primero que debe tenerse presente es que 
          el rosario está centrado en el Crucifijo, que abre y cierra el 
          proceso mismo de la oración. En Cristo se centra la vida y la 
          oración de los creyentes. Todo parte de Él, todo tiende 
          hacia Él, todo, a través de Él, en el Espíritu 
          Santo, llega al Padre. 
          En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración, 
          el rosario evoca el camino incesante de la contemplación y de 
          la perfección cristiana. El Beato Bartolomé Longo lo consideraba 
          también como una 'cadena' que nos une a Dios. Cadena, sí, 
          pero cadena dulce; así se manifiesta la relación con Dios, 
          que es Padre. Cadena 'filial', que nos pone en sintonía con María, 
          la «sierva del Señor» (Lc 1, 38) y, en definitiva, 
          con el propio Cristo, que, aun siendo Dios, se hizo «siervo» 
          por amor nuestro (Flp 2, 7).
          Es también hermoso ampliar el significado simbólico del 
          rosario a nuestra relación recíproca, recordando de ese 
          modo el vínculo de comunión y fraternidad que nos une 
          a todos en Cristo.
          Inicio y conclusión
          37. En la práctica corriente, hay varios modos de comenzar el 
          Rosario, según los diversos contextos eclesiales. En algunas 
          regiones se suele iniciar con la invocación del Salmo 69: «Dios 
          mío ven en mi auxilio, Señor date prisa en socorrerme», 
          como para alimentar en el orante la humilde conciencia de su propia 
          indigencia; en otras, se comienza recitando el Credo, como haciendo 
          de la profesión de fe el fundamento del camino contemplativo 
          que se emprende. Éstos y otros modos similares, en la medida 
          que disponen el ánimo para la contemplación, son usos 
          igualmente legítimos. La plegaria se concluye rezando por las 
          intenciones del Papa, para elevar la mirada de quien reza hacia el vasto 
          horizonte de las necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar 
          esta proyección eclesial del Rosario, la Iglesia ha querido enriquecerlo 
          con santas indulgencias para quien lo recita con las debidas disposiciones.
          En efecto, si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario 
          espiritual en el que María se hace madre, maestra, guía, 
          y sostiene al fiel con su poderosa intercesión. ¿Cómo 
          asombrarse, pues, si al final de esta oración en la cual se ha 
          experimentado íntimamente la maternidad de María, el espíritu 
          siente necesidad de dedicar una alabanza a la Santísima Virgen, 
          bien con la espléndida oración de la Salve Regina, bien 
          con las Letanías lauretanas? Es como coronar un camino interior, 
          que ha llevado al fiel al contacto vivo con el misterio de Cristo y 
          de su Madre Santísima.
          La distribución en el tiempo
          38. El Rosario puede recitarse entero cada día, y hay quienes 
          así lo hacen de manera laudable. De ese modo, el Rosario impregna 
          de oración los días de muchos contemplativos, o sirve 
          de compañía a enfermos y ancianos que tienen mucho tiempo 
          disponible. Pero es obvio –y eso vale, con mayor razón, 
          si se añade el nuevo ciclo de los mysteria lucis– que muchos 
          no podrán recitar más que una parte, según un determinado 
          orden semanal. Esta distribución semanal da a los días 
          de la semana un cierto 'color' espiritual, análogamente a lo 
          que hace la Liturgia con las diversas fases del año litúrgico.
          Según la praxis corriente, el lunes y el jueves están 
          dedicados a los «misterios gozosos», el martes y el viernes 
          a los «dolorosos», el miércoles, el sábado 
          y el domingo a los «gloriosos». ¿Dónde introducir 
          los «misterios de la luz»? Considerando que los misterios 
          gloriosos se proponen seguidos el sábado y el domingo, y que 
          el sábado es tradicionalmente un día de marcado carácter 
          mariano, parece aconsejable trasladar al sábado la segunda meditación 
          semanal de los misterios gozosos, en los cuales la presencia de María 
          es más destacada. Queda así libre el jueves para la meditación 
          de los misterios de la luz.
          No obstante, esta indicación no pretende limitar una conveniente 
          libertad en la meditación personal y comunitaria, según 
          las exigencias espirituales y pastorales y, sobre todo, las coincidencias 
          litúrgicas que pueden sugerir oportunas adaptaciones. Lo verdaderamente 
          importante es que el Rosario se comprenda y se experimente cada vez 
          más como un itinerario contemplativo. Por medio de él, 
          de manera complementaria a cuanto se realiza en la Liturgia, la semana 
          del cristiano, centrada en el domingo, día de la resurrección, 
          se convierte en un camino a través de los misterios de la vida 
          de Cristo, y Él se consolida en la vida de sus discípulos 
          como Señor del tiempo y de la historia.
          
          CONCLUSIÓN
          «Rosario bendito de María, cadena dulce que nos unes con 
          Dios»
          39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza 
          de esta oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración 
          popular, pero también la profundidad teológica de una 
          oración adecuada para quien siente la exigencia de una contemplación 
          más intensa.
          La Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, 
          confiando las causas más difíciles a su recitación 
          comunitaria y a su práctica constante. En momentos en los que 
          la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza 
          de esta oración la liberación del peligro y la Virgen 
          del Rosario fue considerada como propiciadora de la salvación.
          Hoy deseo confiar a la eficacia de esta oración –lo he 
          señalado al principio– la causa de la paz en el mundo y 
          la de la familia.
          La paz
          40. Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo 
          del nuevo Milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención 
          de lo Alto, capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones 
          conflictivas y de quienes dirigen los destinos de las Naciones, puede 
          hacer esperar en un futuro menos oscuro.
          El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la 
          paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de 
          la paz y «nuestra paz» (Ef 2, 14). Quien interioriza el 
          misterio de Cristo –y el Rosario tiende precisamente a eso– 
          aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además, 
          debido a su carácter meditativo, con la serena sucesión 
          del Ave Maria, el Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora 
          que lo dispone a recibir y experimentar en la profundidad de su ser, 
          y a difundir a su alrededor, paz verdadera, que es un don especial del 
          Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21).
          Es además oración por la paz por la caridad que promueve. 
          Si se recita bien, como verdadera oración meditativa, el Rosario, 
          favoreciendo el encuentro con Cristo en sus misterios, muestra también 
          el rostro de Cristo en los hermanos, especialmente en los que más 
          sufren. ¿Cómo se podría considerar, en los misterios 
          gozosos, el misterio del Niño nacido en Belén sin sentir 
          el deseo de acoger, defender y promover la vida, haciéndose cargo 
          del sufrimiento de los niños en todas las partes del mundo? ¿Cómo 
          podrían seguirse los pasos del Cristo revelador, en los misterios 
          de la luz, sin proponerse el testimonio de sus bienaventuranzas en la 
          vida de cada día? Y ¿cómo contemplar a Cristo cargado 
          con la cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de hacerse sus «cireneos» 
          en cada hermano aquejado por el dolor u oprimido por la desesperación? 
          ¿Cómo se podría, en fin, contemplar la gloria de 
          Cristo resucitado y a María coronada como Reina, sin sentir el 
          deseo de hacer este mundo más hermoso, más justo, más 
          cercano al proyecto de Dios?
          En definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos 
          hace también constructores de la paz en el mundo. Por su carácter 
          de petición insistente y comunitaria, en sintonía con 
          la invitación de Cristo a «orar siempre sin desfallecer» 
          (Lc 18,1), nos permite esperar que hoy se pueda vencer también 
          una 'batalla' tan difícil como la de la paz. De este modo, el 
          Rosario, en vez de ser una huida de los problemas del mundo, nos impulsa 
          a examinarlos de manera responsable y generosa, y nos concede la fuerza 
          de afrontarlos con la certeza de la ayuda de Dios y con el firme propósito 
          de testimoniar en cada circunstancia la caridad, «que es el vínculo 
          de la perfección» (Col 3, 14).
          La familia: los padres...
          41. Además de oración por la paz, el Rosario es también, 
          desde siempre, una oración de la familia y por la familia. Antes 
          esta oración era apreciada particularmente por las familias cristianas, 
          y ciertamente favorecía su comunión. Conviene no descuidar 
          esta preciosa herencia. Se ha de volver a rezar en familia y a rogar 
          por las familias, utilizando todavía esta forma de plegaria.
          Si en la Carta apostólica Novo millennio ineunte he alentado 
          la celebración de la Liturgia de las Horas por parte de los laicos 
          en la vida ordinaria de las comunidades parroquiales y de los diversos 
          grupos cristianos,39 deseo hacerlo igualmente con el Rosario. Se trata 
          de dos caminos no alternativos, sino complementarios, de la contemplación 
          cristiana. Pido, por tanto, a cuantos se dedican a la pastoral de las 
          familias que recomienden con convicción el rezo del Rosario. 
          
          La familia que reza unida, permanece unida. El Santo Rosario, por antigua 
          tradición, es una oración que se presta particularmente 
          para reunir a la familia. Contemplando a Jesús, cada uno de sus 
          miembros recupera también la capacidad de volverse a mirar a 
          los ojos, para comunicar, solidarizarse, perdonarse recíprocamente 
          y comenzar de nuevo con un pacto de amor renovado por el Espíritu 
          de Dios.
          Muchos problemas de las familias contemporáneas, especialmente 
          en las sociedades económicamente más desarrolladas, derivan 
          de una creciente dificultad comunicarse. No se consigue estar juntos 
          y a veces los raros momentos de reunión quedan absorbidos por 
          las imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia 
          significa introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy 
          distintas, las del misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen 
          de su Madre santísima. La familia que reza unida el Rosario reproduce 
          un poco el clima de la casa de Nazaret: Jesús está en 
          el centro, se comparten con él alegrías y dolores, se 
          ponen en sus manos las necesidades y proyectos, se obtienen de él 
          la esperanza y la fuerza para el camino. 
          ... y los hijos
          42. Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración 
          el proceso de crecimiento de los hijos. ¿No es acaso, el Rosario, 
          el itinerario de la vida de Cristo, desde su concepción a la 
          muerte, hasta la resurrección y la gloria? Hoy resulta cada vez 
          más difícil para los padres seguir a los hijos en las 
          diversas etapas de su vida. En la sociedad de la tecnología avanzada, 
          de los medios de comunicación social y de la globalización, 
          todo se ha acelerado, y cada día es mayor la distancia cultural 
          entre las generaciones. Los mensajes de todo tipo y las experiencias 
          más imprevisibles hacen mella pronto en la vida de los chicos 
          y los adolescentes, y a veces es angustioso para los padres afrontar 
          los peligros que corren los hijos. Con frecuencia se encuentran ante 
          desilusiones fuertes, al constatar los fracasos de los hijos ante la 
          seducción de la droga, los atractivos de un hedonismo desenfrenado, 
          las tentaciones de la violencia o las formas tan diferentes del sinsentido 
          y la desesperación.
          Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos, 
          educándolos desde su tierna edad para este momento cotidiano 
          de «intervalo de oración» de la familia, no es ciertamente 
          la solución de todos los problemas, pero es una ayuda espiritual 
          que no se debe minimizar. Se puede objetar que el Rosario parece una 
          oración poco adecuada para los gustos de los chicos y los jóvenes 
          de hoy. Pero quizás esta objeción se basa en un modo poco 
          esmerado de rezarlo. Por otra parte, salvando su estructura fundamental, 
          nada impide que, para ellos, el rezo del Rosario –tanto en familia 
          como en los grupos– se enriquezca con oportunas aportaciones simbólicas 
          y prácticas, que favorezcan su comprensión y valorización. 
          ¿Por qué no probarlo? Una pastoral juvenil no derrotista, 
          apasionada y creativa –¡las Jornadas Mundiales de la Juventud 
          han dado buena prueba de ello!– es capaz de dar, con la ayuda 
          de Dios, pasos verdaderamente significativos. Si el Rosario se presenta 
          bien, estoy seguro de que los jóvenes mismos serán capaces 
          de sorprender una vez más a los adultos, haciendo propia esta 
          oración y recitándola con el entusiasmo típico 
          de su edad.
          El Rosario, un tesoro que recuperar
          43. Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan fácil, 
          y al mismo tiempo tan rica, merece de veras ser recuperada por la comunidad 
          cristiana. Hagámoslo sobre todo en este año, asumiendo 
          esta propuesta como una consolidación de la línea trazada 
          en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual se 
          han inspirado los planes pastorales de muchas Iglesias particulares 
          al programar los objetivos para el próximo futuro.
          Me dirijo en particular a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, 
          sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en los 
          diversos ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de 
          la belleza del Rosario, os convirtáis en sus diligentes promotores.
          Confío también en vosotros, teólogos, para que, 
          realizando una reflexión a la vez rigurosa y sabia, basada en 
          la Palabra de Dios y sensible a la vivencia del pueblo cristiano, ayudéis 
          a descubrir los fundamentos bíblicos, las riquezas espirituales 
          y la validez pastoral de esta oración tradicional.
          Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados de manera particular 
          a contemplar el rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de María.
          Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, 
          en vosotras, familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, 
          en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el 
          rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz de la Escritura, en 
          armonía con la Liturgia y en el contexto de la vida cotidiana.
          ¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio 
          del vigésimo quinto año de Pontificado, pongo esta Carta 
          apostólica en las manos de la Virgen María, postrándome 
          espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario edificado 
          por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago 
          mías con gusto las palabras conmovedoras con las que él 
          termina la célebre Súplica a la Reina del Santo Rosario: 
          «Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une 
          con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles, torre 
          de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en 
          el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás 
          nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último 
          beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros 
          labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario de Pompeya, 
          oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana consoladora 
          de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra 
          y en el cielo».
          Vaticano, 16 octubre del año 2002, inicio del vigésimo 
          quinto de mi Pontificado.
          
          Notas
          1 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 
          45.
          2 Pablo VI, Exhort. ap. Marialis cultus, (2 febrero 1974) 42, AAS 66 
          (1974), 153.
          3 Cf. Acta Leonis XIII, 3 (1884), 280-289.
          4 En particular, es digna de mención su Carta ap. sobre el Rosario 
          Il religioso convegno del 29 septiembre 1961: AAS 53 (1961), 641-647.
          5 Angelus: L'Osservatore Romano ed. semanal en lengua española, 
          5 noviembre 1978, 1.
          6 AAS93 (2002), 285.
          7 En los años de preparación del Concilio, Juan XXIII 
          invitó a la comunidad cristiana a rezar el Rosario por el éxito 
          de este acontecimiento eclesial; cf. Carta al Cardenal Vicario del 28 
          de septiembre de 1960: AAS 52 (1960), 814-817.
          8 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 66.
          9 N. 32: AAS 93 (2002), 288.
          10 Ibíd., 33: l. c., 289.
          11 Es sabido y se ha de recordar que las revelaciones privadas no son 
          de la misma naturaleza que la revelación pública, normativa 
          para toda la Iglesia. Es tarea del Magisterio discernir y reconocer 
          la autenticidad y el valor de las revelaciones privadas para la piedad 
          de los fieles.
          12 El secreto admirable del santísimo Rosario para convertirse 
          y salvarse,en Obras de San Luis María G. de Montfort, Madrid 
          1954, 313-391.
          13 Beato Bartolo Longo, Storia del Santuario di Pompei, Pompei 1990, 
          p.59.
          14 Exhort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 47: AAS 66 (1974), 
          156.
          15 Const. sobre Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium,10.
          16 Ibíd., 12.
          17 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 
          58.
          18 I Quindici Sabati del Santissimo Rosario,27 ed., Pompeya 1916), p. 
          27.
          19 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 
          53.
          20 Ibíd., 60.
          21 Cf. Primer Radiomensaje Urbi et orbi (17 octubre 1978): AAS 70 (1978), 
          927.
          22 Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 
          120, en: Obras. de San Luis María G. de Montfort, Madrid 1954, 
          p.505s.
          23 Catecismo de la Iglesia Católica, 2679.
          24 Ibíd., 2675.
          25 La Suplica a la Reina del Santo Rosario, que se recita solemnemente 
          dos veces al año, en mayo y octubre, fue compuesta por el Beato 
          Batolomé Longo en 1883, como adhesión a la invitaciòn 
          del Papa Leon XIII a los católicos en su primera Encíclica 
          sobre el Rosario a un compromiso espiritual orientado a afrontar los 
          males de la sociedad.
          26 Divina Comedia,Par. XXXIII, 13-15.
          27 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 20: AAS 93 (2001), 
          279.
          28 Exort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 46: AAS 66 (1974), 155.
          29 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 28: AAS 93 (2001), 
          284.
          30 N. 515.
          31 Angelus del 29 de octubre 1978: L'Osservatore Romano,ed. semanal 
          en lengua española, 5 noviembre 1978, 1.
          32 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 
          22.
          33 S. Ireneo de Lyon, Adversus haereses, III, 18,1: PG 7, 932.
          34 Catecismo de la Iglesia Católica,2616.
          35 Cf. n. 33: AAS 93 (2001), 289.
          36 Carta a los artistas(4 abril 1999), 1: AAS 91 (1999), 1155.
          37 Cf. n. 46: AAS 66 (1974), 155. Esta costumbre ha sido alabada recientemente 
          por la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los 
          Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios 
          y orientaciones (17 diciembre 2001), n.201.
          38 « ...concede, quæsumus, ut hæc mysteria sacratissimo 
          beatæ Mariæ Virginis Rosario recolentes, et imitemur quod 
          continent, et quod promittunt assequamur »: Missale Romanum (1960) 
          in festo B. M. Virginis a Rosario.
          39 Cf. n. 34: AAS 93 (2001), 290.