La ayuda maternal de Santa María
          Una historia que nos abre al amor que 
          tiene nuestra Madre María por sus hijos
          "Yo si he visto milagros", escribía un sacerdote, Urteaga. 
          "Fíate de mí. Hazme caso. Reza a la Virgen". 
          Y cuenta uno de los milagros que ha visto. 
          "Me encontraba en Madrid. Acababa de ordenarme sacerdote. Tenía 
          26 años.
          Era un atardecer a la hora de terminar el trabajo". 
          "Te llaman por teléfono", me dijeron. Una voz masculina, 
          un tanto nerviosa, explicaba la razón de la llamada: 
          "Mire, tengo un amigo que se encuentra muy mal, puede morir en 
          cualquier instante. Me pide que le llame a usted porque quiere confesarse. 
          (…) No, no le conoce, pero quiere que sea usted." - (Nunca 
          he entendido por qué)- "¿Puede venir a esta casa?" 
          
          "Salgo para ahí en este momento." 
          (Me interrumpió) "Mire, el asunto no es tan fácil. 
          Me explicaré. El piso está lleno de familiares y amigos 
          que no dejarán que un sacerdote católico entre en esta 
          casa; pero yo me encargo de facilitar su entrada." 
          "Pues allá voy, amigo. Dentro de un cuarto de hora estoy 
          ahí, lo que tarde el autobús." 
          El piso era muy grande. Lo estoy viendo ahora que describo la situación. 
          La puerta entreabierta, un pasillo largo. Entro decidido después 
          de encomendarme a la Virgen para que facilitase el encuentro. Rumores 
          de voces en las habitaciones contiguas; algunas personas que me miran 
          con gesto de asombro. Con un breve saludo me dirijo a la habitación 
          que estimo puede ser la del enfermo. 
          Efectivamente lo es. 
          "¿Le han dejado entrar?" 
          "He visto caras de susto y gestos feos; pero ha podido más 
          la Virgen, nuestra Señora." 
          "Gracias. No tengo mucho tiempo (el enfermo jadeaba). Quiero confesarme."
          (Cogí mi crucifijo, lo besé) "Comienza, Dios te escucha." 
          
          Yo muy emocionado. El hombre (era un personaje importante), también.
          Apliqué mis oídos a sus labios porque apenas se le oía. 
          
          La confesión… larga, muy larga. 
          …Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del 
          Hijo y del Espíritu Santo. 
          Al terminar pocos minutos le quedaban de vida quiso explicarme "su" 
          milagro.
          Lo hizo fatigosamente. Se lo agradecí con toda el alma. 
          "He estado cuarenta años ausente de la Iglesia. Y usted 
          se preguntará por qué he llamado a un sacerdote." 
          
          El lo decía todo. Yo callaba. 
          "Mi Madre, al morir, nos reunió a los hermanos… Mirad. 
          No os dejo nada. Nada tengo. Pero cumplid este testamento que os doy: 
          Rezad todas las noches tres avemarías. Y yo (¡cómo 
          lloraba el pobre!), yo lo he cumplido, ¿sabe?, lo he cumplido." 
          
          Se moría mientras cantaba. A mí me pareció todo 
          aquello un cántico: "Yo lo he cumplido, yo lo he cumplido". 
          
          Pbro. José Pedro Manglano Castellary
        
        María Auxiliadora y San Juan Bosco
          Una historia sobre la total confianza de Don Bosco 
          en los cuidados maternales de Nuestra Madre María
          San Juan Bosco necesitaba construir una Iglesia en honor a María 
          Auxiliadora, pero no tenía nada de dinero. Se lanzó, pero 
          las deudas también se lanzaron sobre él. Para conseguir 
          dinero en un momento en que no podía retrasar más los 
          pagos, un día le dijo a la Virgen: 
          ¡Madre mía! Yo he hecho tantas veces lo que tú me 
          has pedido… ¿Consentirás en hacer hoy lo que yo 
          te voy a pedir?. 
          Con la sensación de que la Virgen se ha puesto en sus manos, 
          don Bosco penetra en el palacio de un enfermo que tenía bastante 
          dinero pero que también era bastante tacaño. Este enfermo, 
          que hace tres años vive crucificado por los dolores y no podía 
          siquiera moverse de la cama, al ver a don Bosco le dijo: 
          Si yo pudiera sentirme aliviado, haría algo por usted. 
          Muchas gracias; su deseo llega en el momento oportuno; necesito precisamente 
          ahora tres mil liras. 
          Está bien; obténgame siquiera un alivio, y a fin de año 
          se las daré. 
          Es que yo las necesito ahora mismo. El enfermo cambia con mucho dolor 
          de postura, y mirando fijamente a don Bosco, le dice: 
          ¿Ahora? Tendría que salir, ir yo mismo al Banco Nacional, 
          negociar unas cédulas ¡ya ve!, es imposible. 
          No, señor, es muy posible replica don Bosco mirando su reloj. 
          Son las dos de la tarde… Levántese, vístase y vamos 
          allá dando gracias a María Auxiliadora.
          ¡Este hombre está chiflado! Protesta el viejo entre las 
          cobijas. Hace tres años que no me muevo en la cama sin dar gritos 
          de dolor, ¿y usted dice que me levante? ¡Imposible!. 
          Imposible para usted, pero no para Dios… ¡Ánimo! 
          Haga la prueba. 
          Al rumor de las voces han acudido varios parientes, la habitación 
          está llena.
          Todos piensan de don Bosco lo mismo que el enfermo: que está 
          chiflado.
          Traigan la ropa del señor, que va a vestirse dice don Bosco, 
          y hagan preparar el coche, porque va a salir. Entretanto, nosotros recemos. 
          Llega el médico.
          ¿Qué imprudencia está por cometer señor 
          mío? 
          Pero ya el enfermo no escuchaba más que a don Bosco; se arroja 
          de la cama y empieza a vestirse solo, y solo, ante los ojos maravillados 
          de sus parientes, sale de la habitación y baja las escaleras 
          y sube al coche. Detrás de él, don Bosco. 
          ¡Cochero, al Banco Nacional! Ya la gente no se acuerda de él: 
          llevaba tres años sin salir a la calle. Vende sus cédulas 
          y entrega a don Bosco sus tres mil liras. 
          Pbro. José Pedro Manglano Castellary
        El Santo Escapulario de la Virgen del Carmen
          Allá por los años 42, contaba yo los 19 años de 
          edad. Estudiaba para piloto de la Marina Mercante Española, en 
          Bilbao, concretamente; al mismo tiempo aprovechaba los meses de verano 
          para sacar algunas pesetillas en el oficio de cartero. Me tocó 
          repartir la correspondencia en el barrio de Deusto. 
          Cierto día llevé unas cartas a las monjas pasionistas. 
          La religiosa que me atendió a través del torno, agradecida, 
          me obsequió un Escapulario de la Virgen del Carmen con las previstas 
          recomendaciones de protección mariana (me hizo recordar que eran 
          las mismas del sacerdote de mi pueblo cuando siendo niño, me 
          impuso el Escapulario). Lo cierto es que me puse sin más, el 
          Escapulario de las monjitas. 
          Tras las vacaciones volvía a la tarea náutica. Un día 
          nos dijeron que quienes no sabíamos nadar aprendiéramos 
          por nuestra cuenta. Elegí una fecha: el 1° de Agosto, hora: 
          4:00 de la tarde. Anuncié a mi tía la intención 
          de irme a nadar. Ella no se opuso. Al llegar al lugar elegido comprobé 
          que nadie me vigilara para evitar burlas de mal gusto. 
          Y sin más demoras me quité la ropa y me eché al 
          agua... ¡Oh imprudencia mía! no conseguí sacar la 
          cabeza para respirar después del chapuzón. Traté 
          de serenarme: un nuevo intento, y un nuevo fracaso. Volví a probar 
          fortuna por tercera vez y tampoco conseguí. Mientras tanto tragaba 
          agua en el lugar de aire. El nerviosismo hizo presa en mí. Los 
          ojos mantenían abiertos y mi pensamiento estaba conciente era 
          que me hallaba sin confesar. 
          Por fin, surgió una lucesita de último instante: QUE LLEVABA 
          EL ESCAPULARIO. Eché mano al pecho y lo agarré como tabla 
          de salvación. Inmediatamente se produjo un echo insólito: 
          aparecí afuera. Exhausto. Con dificultades llegué hasta 
          la ropa para vestirme. Viví momentos de emoción. Di gracias 
          a Dios y al Virgen de todo corazón por tan oportuna ayuda, pues 
          de otro modo, aquel primero de Agosto hubiera muerto ahogado sin remedio.
          ¿Que hice entonces? Confirmarme sobre la eficacia del Santo Escapulario: 
          no solamente salva el alma sino también el cuerpo cuando peligra 
          el alma. Y a modo de agradecimiento, desde entonces, no abandono ni 
          el Escapulario ni el Rosario diario. 
          Por su parte, la Virgen, tampoco se olvidó de mí y siete 
          años más tarde me dio la vocación religiosa. Nunca 
          me arrepentí del camino emprendido sino todo lo contrario: así 
          quiero morir, dando gracias a Dios por la vocación recibida, 
          con mi Escapulario puesto y desgranando Misterio tras Misterio del Santo 
          Rosario.
          Quien confía en la Madre Santísima, nunca quedará 
          desamparado; al contrario encontrará en su regazo el auténtico 
          amor maternal que nos educa y protege de todo mal.
          Anónimo de un sacerdote