La cruz, para el cristiano deja de ser un instrumento 
          de tortura y se convierte en signo de reconciliación
          La cruz es el símbolo del cristiano que nos enseña cuál 
          es nuestra auténtica vocación como seres humanos. Cristo 
          mismo nos asegura que en su cruz se abre el horizonte de la vida eterna 
          para el hombre.
          La enseñanza de la cruz conduce a la plenitud de la verdad acerca 
          de Dios y del hombre. La cruz es para la Iglesia un signo de reconciliación 
          y una fuente providencial de bendición. Y hoy, al igual que en 
          el pasado, la cruz sigue estando presente en la vida del hombre.
          
          ¿Cuál es el mensaje central de la cruz del Señor?
          La cruz ofrece al hombre moderno un mensaje de fe y esperanza, porque 
          ella es el signo de nuestra reconciliación definitiva con Dios 
          Amor. La cruz nos habla de la pasión y muerte de Jesús, 
          pero también de su gloriosa resurrección. De esta manera, 
          con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección 
          restauró nuestra vida. Por eso a la cruz también se le 
          llama árbol donde estuvo clavada la salvación del mundo.
          
          ¿Qué nos enseña Jesús por medio 
          de su cruz?
          Jesús crucificado es el supremo modelo de amor y verdadera aceptación 
          del Plan del Padre. Cargado con nuestros pecados subió a la cruz, 
          para que muertos al pecado, vivamos para siempre. Clavado en la cruz, 
          el Señor nos enseña con toda claridad a responder fiel 
          y plenamente al llamado de Dios. Y al ver la cruz descubrimos que nuestra 
          respuesta debe ser igual: fiel en las cosas grandes y en las pequeñas, 
          fiel al Señor en nuestra vida cotidiana. 
         
        ¿Amar 
          la cruz no es amar un instrumento homicida?
          Algunas personas, para confundirnos, nos preguntan: ¿adorarías 
          tú el cuchillo con que mataron a tu hermano? ¡Por supuesto 
          que no! Porque mi hermano no tiene poder para convertir un símbolo 
          de derrota en símbolo de victoria; pero Cristo sí tiene 
          ese poder. ¿Cómo puede ser la cruz signo homicida, si 
          nos cura y nos devuelve la paz? La historia de Jesús no termina 
          en la muerte. Cuando recordamos la cruz de Cristo, nuestra fe y esperanza 
          se centran en el resucitado.
        ¿Pero 
          no es un símbolo de muerte?
          Por el contrario, la cruz, en el mundo actual lleno de egoísmo 
          y violencia, es antorcha que mantiene viva la espera del nuevo día 
          de la resurrección.
          Miramos con fe hacia la cruz de Cristo, mientras por medio de ella día 
          a día conocemos y participamos del amor misericordioso del Padre 
          por cada hombre.
        ¿Nos 
          recuerda entonces el amor de Dios?
          «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único 
          para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida 
          eterna», (Jn 3, 16). Pero ¿cómo lo entregó? 
          ¿No fue acaso en la cruz? La cruz es el recuerdo de tanto amor 
          del Padre hacia nosotros y del amor mayor de Cristo, quien dio la vida 
          por sus amigos, (Jn 15, 13).
        La 
          Cruz es signo de un amor sin límites
          Esta verdad sobre Dios se ha revelado a través de la cruz.
          ¿No podía revelarse de otro modo?
          Tal vez sí. Sin embargo, Dios ha elegido la cruz.
          El Padre ha elegido la cruz para su Hijo, y el Hijo la ha cargado sobre 
          sus hombros, la ha llevado hasta al monte Calvario y en ella ha ofrecido 
          su vida.
          En la cruz está el sufrimiento, en la cruz está la salvación, 
          en la cruz hay una lección de amor».
          (Juan Pablo II)
        ¿Qué 
          nos enseña el madero horizontal?
          La cruz, con sus dos maderos, nos enseña quiénes somos 
          y a dónde vamos: el madero horizontal nos muestra el sentido 
          de nuestro caminar, al que Jesucristo se ha unido haciéndose 
          igual a nosotros en todo, excepto en el pecado. Somos hermanos del Señor 
          Jesús, hijos de un mismo Padre en el Espíritu. El madero 
          que soportó los brazos abiertos del Señor nos enseña 
          a amar a nuestros hermanos como a nosotros mismos.
          
          ¿Y el madero vertical?
          El madero vertical nos enseña cuál es nuestro destino 
          eterno. No tenemos morada acá en la tierra, caminamos hacia la 
          vida eterna. Todos tenemos un mismo origen: la Trinidad que nos ha creado 
          por amor. Y un destino común: el cielo, la vida eterna. La cruz 
          nos señala hacia dónde dirigir nuestra esperanza.
          
          ¿Cómo integrarlos?
          Como cristianos, debemos vivir en una vida integrada, armonizando en 
          una vida coherente la dimensión vertical de nuestra relación 
          con Dios y la dimensión horizontal del servicio al prójimo. 
          El amor puramente horizontal al prójimo siempre está llamado 
          a cruzarse con el amor vertical que se eleva hacia Dios.
        ¿Por 
          qué se dice que es un signo de reconciliación?
          Por que fue el instrumento que el Señor utilizó para abrirnos 
          el camino hacia el Padre. Cristo vence al pecado y a la muerte desde 
          su propia muerte en la cruz. La cruz, para el cristiano deja de ser 
          un instrumento de tortura y se convierte en signo de reconciliación 
          con Dios, con nosotros mismos, con los hermanos y con todo el orden 
          de la creación en medio de un mundo marcado por la ruptura y 
          la falta de comunión.
        ¿Cómo 
          la cruz nos acerca al Señor?
          San Pablo nos recuerda que «la predicación de la cruz es 
          locura para los que se pierden... pero es fuerza de Dios para los que 
          se salvan», (1 Cor 1, 18). Recordemos que el centurión 
          reconoció en Cristo crucificado al Hijo de Dios; él ve 
          la cruz y confiesa un trono; ve una corona de espinas y reconoce a un 
          rey; ve a un hombre clavado de pies y manos e invoca a un salvador. 
          Por eso el Señor resucitado no borró de su cuerpo las 
          llagas de la cruz, sino las mostró como señal de su victoria.
        ¿Cómo 
          seguir al Señor por medio de la cruz?
          Jesús dice: «El que no tome su cruz y me sigua, no es digno 
          de mí», (Mt 10, 38). Nos dice eso no porque no nos ame 
          lo suficiente, sino porque nos está conduciendo al descubrimiento 
          de la vida y el amor auténticos. La vida que Jesús da 
          sólo puede experimentarse mediante el amor que es entrega de 
          sí, y ese amor siempre conlleva alguna forma de sacrificio: «Si 
          el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero 
          si muere, da mucho fruto», (Jn 12, 24). Esa es la manera de seguir 
          al Señor.
        ¿Qué 
          nos enseña María sobre la cruz?
          Después de Jesús nadie ha experimentado como su Madre 
          el misterio de la cruz. Ella mantuvo fielmente la unión con su 
          Hijo hasta la cruz. Ella, que fue la primera cristiana, nos educa al 
          mostrarnos cómo sufre intensamente con su Hijo y se une a este 
          sacrificio con corazón de Madre.
          Ella es la mujer fuerte al pie de la cruz que nos enseña cómo 
          vivir la verdadera fortaleza ante la adversidad: cuándo más 
          dolor hay en el corazón de María más se adhiere 
          ella a la cruz del Señor, pero lo hace con la esperanza puesta 
          en las promesas de Dios.
          ¡Qué gran lección para el mundo de hoy¡ La 
          cruz es para María motivo de dolor y a la vez de alegría. 
          Ella sufre como Madre todos los dolores de su Hijo, pero vive este sufrimiento 
          en la perspectiva de la alegría por la gloriosa resurrección 
          del Señor.
          Todos los cristianos de este tiempo estamos llamados a imitar a la Madre 
          de Jesús al pie de la cruz, siendo coherentes y fieles a Cristo 
          en las pequeñas y grandes cruces de nuestra vida diaria y poniendo 
          nuestra confianza en aquel madero que se alza desde la tierra hacia 
          el cielo.
          Y debemos hacerlo así porque desde esa misma cruz, Jesucristo 
          nos ofrece a María como Madre nuestra: “De Cristo a María, 
          y de María más plenamente al Señor Jesús”.
          
          ¿Por qué se dice que el sufrimiento nos acerca 
          a Jesús?
          La realidad del sufrimiento está desde siempre ante los ojos 
          y, a menudo, en el cuerpo, en el alma y en el corazón de cada 
          uno de nosotros
          Fuera del área de la fe, el dolor ha constituido siempre el gran 
          enigma de la existencia humana. Pero desde que Jesús con su pasión 
          y muerte, redimió al mundo, se abrió una nueva perspectiva: 
          mediante el sufrimiento se puede progresar en la entrega y alcanzar 
          el grado más elevado del amor (ver Jn 13, 1), gracias a aquel 
          que «nos amó y se entregó por nosotros» (Ef 
          5, 2).
          
          ¿Cómo se relaciona el sufrimiento con la misión 
          de Cristo?
          Como participación en el misterio de la cruz, el sufrimiento 
          puede ahora aceptarse y vivirse como colaboración en la misión 
          salvífica de Cristo. El Concilio Vaticano II afirmó esta 
          convicción de la Iglesia sobre la unión especial que tienen 
          con Cristo paciente por la salvación del mundo todos los que 
          se encuentran atribulados u oprimidos (ver Lumen gentium, 41).
          Jesús mismo al proclamar las bienaventuranzas, tuvo en cuenta 
          todas las manifestaciones del sufrimiento humano: los pobres, los que 
          tienen hambre, los que lloran, los que son despreciados por la sociedad 
          o son perseguidos injustamente.
        ¿Cómo 
          hacer que el dolor sea fecundo? 
          Otro principio fundamental de la fe cristiana es la fecundidad del sufrimiento 
          y, por tanto, la invitación, hecha a todos los que sufren, es 
          a unirse a la ofrenda redentora de Cristo.
          El sufrimiento se convierte así ofrenda, en oblación: 
          como aconteció y acontece en tantas almas santas. Especialmente 
          en los que se hallan oprimidos por sufrimientos morales, que pudieran 
          parecer absurdos, encuentran en los sufrimientos morales de Jesús 
          el sentido de sus pruebas, y entran con Él en Getsemaní.
          En Él encuentran la fuerza para aceptar el dolor con santo abandono 
          y confiada obediencia a la voluntad del Padre. Y sienten que brota en 
          su corazón la oración de Getsemaní: «No sea 
          lo que yo quiero, sino lo que quieras tú», (Mc 14, 36).
          Se identifican místicamente con el deseo de Jesús en el 
          momento de su detención: «La copa que me ha dado el Padre 
          ¿no la voy a beber?», (Jn 18, 11).
          En Cristo encuentran también el valor para ofrecer sus dolores 
          por la salvación de todos los hombres, pues ven en la ofrenda 
          del Calvario la fecundidad misteriosa de todo sacrificio, según 
          el principio enunciado por Jesús: «En verdad, en verdad 
          os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él 
          solo; pero si muere, da mucho fruto», (Jn 12, 24).
          También nosotros, al contemplar el mundo, descubrimos mucha miseria, 
          con múltiples formas, antiguas y nuevas: los signos del sufrimiento 
          se ven por doquier. Por eso hablemos de ellos tratando de descubrir 
          mejor el plan de Dios que guía a la humanidad por un camino tan 
          doloroso y el valor salvífico que el sufrimiento, al igual que 
          el trabajo, tiene para la humanidad entera.
        ¿Qué 
          aprendemos de la cruz del Señor?
          En la cruz se manifestó a los cristianos el «evangelio 
          del sufrimiento». Jesús reconoció en su sacrificio 
          el camino establecido por el Padre para la redención de la humanidad, 
          y lo recorrió. También anunció a sus discípulos 
          que se asociarían a ese sacrificio: «En verdad, en verdad 
          os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se 
          alegrará, (Jn 16, 20).
          Pero esa predicación no queda aislada, no se agota en sí 
          misma, porque se completa con el anunció de que el dolor se transformará 
          en gozo: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá 
          en gozo» (Jn 16, 20).
          En la perspectiva redentora, la pasión de Cristo se orienta hacia 
          la Resurrección. Así pues, también los hombres 
          están asociados al misterio de la cruz, para participar, con 
          gozo, en el misterio de la Resurrección.
        ¿Qué 
          les dice Jesús a los que sufren?
          Jesús no duda en proclamar la bienaventuranza de los que sufren: 
          «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados...
          Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de 
          ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando 
          os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra 
          vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa 
          será grande en los cielos», (Mt 5, 5. 10-12).
          Solo se puede entender esta bienaventuranza si se admite que la vida 
          humana no se limita al tiempo de la permanencia en la tierra, sino que 
          se proyecta hacia el gozo perfecto y la plenitud de la vida del más 
          allá.
        ¿Cómo 
          aplicar esta enseña en los tiempos actuales?
          El sufrimiento terreno, cuando se acepta con amor, es como una fruta 
          amarga que encierra la semilla de la vida nueva, el tesoro de la gloria 
          divina que será concedida al hombre en la eternidad.
          Aunque el espectáculo de un mundo lleno de males y enfermedades 
          de todo tipo es con frecuencia muy lastimoso, en él se esconde 
          la esperanza de un mundo superior de caridad y de gracia. Se trata de 
          una esperanza que se funda en la promesa de Cristo. Apoyados en ella, 
          los que sufren unidos a Él en la fe experimentan ya en esta vida 
          un gozo que puede parecer humanamente inexplicable. En efecto, el cielo 
          comienza en la tierra.
        ¿Entonces 
          el dolor nos acerca a Jesús?
          En todos los tiempos, «a través de los siglos y generaciones 
          se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza 
          que acerca interiormente al hombre a Cristo, una gracia especial», 
          (Juan Pablo II, Salvifici doloris, 26).
          Quien sigue a Cristo sabe que al sufrimiento va unida una gracia preciosa, 
          un favor divino, aunque se trate de una gracia que para nosotros sigue 
          siendo un misterio, porque se esconde bajo las apariencias de un destino 
          doloroso.
          Pero... ¿la Iglesia sabe que eso no es tan fácil?
          Ciertamente, no es fácil descubrir en el sufrimiento el auténtico 
          amor divino, que, mediante el sufrimiento aceptado, quiere elevar la 
          vida humana al nivel del amor salvífico de Cristo. Ahora bien, 
          la fe nos lleva a aceptar este misterio y, a pesar de todo, infunde 
          paz y alegría en el alma de quien sufre. A veces se llega a decir, 
          con San Pablo: «Estoy lleno de consuela y sobreabundo de gozo 
          en todas nuestras tribulaciones», (2 Co 7, 4).
        ¿En 
          los que sufren encontramos a Cristo?
          Quien revive el espíritu de oblación de Cristo es impulsado 
          a imitarlo también en la ayuda a los demás que sufren. 
          Jesús alivió los innumerables sufrimientos humanos que 
          lo rodeaban. Asimismo, nos dio el mandamiento del amor mutuo que implica 
          la compasión y la ayuda recíproca.
          En la parábola del buen samaritano, Jesús enseña 
          la iniciativa generosa a favor de los que sufren, y reveló su 
          presencia en todos los que padecen necesidad y dolor, pues todo acto 
          de caridad hacia los que sufren es hecho a Cristo mismo (ver Mt 25, 
          34-40): «En verdad os digo que cuando hicisteis a uno de estos 
          hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».
          Eso significa que el sufrimiento, destinado a santificar a los que sufren, 
          también está destinado a santificar a los que proporcionan 
          ayuda y consuelo. Estamos siempre en el centro del misterio de la cruz 
          salvífica. 
        (Este 
          especial se ha realizado tomando como fuente la Catequesis del Papa 
          Juan Pablo II titulada “Dignidad y apostolado de los que sufren”, 
          del 27 de abril de 1994).