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7. El juicio
La muerte es el momento de la verdad, pero en el sentido más total. Al separarse el alma del cuerpo, éste se descompone, vuelve a la tierra; pero el alma pervive y se enfrenta ante la verdad de lo que ha hecho en la vida. En ese momento ve con claridad cómo se aprovecharon los talentos recibidos -inteligencia, familia, estudios, oportunidades, gracias, vocación, etc.- se perciben las victorias sobre las tentaciones y las caídas, tanto las perdonadas como las que siguen ensuciando el alma. Se capta el verdadero amor oculto quizá por la humildad, o se ve con claridad la fealdad de los pecados ocultos quizá a uno mismo por la soberbia, siempre buscadora de autojustificaciones.
Dios es el justo Juez de la verdad. La sentencia sigue a la claridad. En ese momento no hay engaños posibles. El tiempo de merecer o de rectificar se ha acabado, comienza la justicia total. Este juicio particular se completa al final de los tiempos con el juicio universal donde se juzgan también las consecuencias de las acciones de cada uno, tanto cuando fueron buenos ejemplos, como cuando fueron escándalos.
“La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno con consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón, así como otros textos del Nuevo Testamento hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros”(Catecismos 1021).
Desde el punto de vista individual “cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre” (Catecismo 1022).

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